
Viajes
Uzbekistán: Las crisálidas azules de la Ruta de la seda
En el corazón de esta encrucijada de ida y vuelta que, durante dieciocho siglos, conectó Oriente y Occidente, el brillo de un pasado evocador prosigue su vuelo

Ya no es necesario esconderse en Samarcanda, cuyo relato comienza, una noche cualquiera, antes del amanecer. La madrugada estrellada parece imprimir sus constelaciones sobre las casas que, a modo de caravana, amenizan el inicio de un aterrizaje a horas intempestivas. Cada hogar que proyecta la luz tenue delata que en ella se entona la primera oración del día, el «Fajr», un coro de susurros para agradecer una jornada más e implorar la protección de Alá. Uzbekistán, estado laico de población joven y gentes hospitalarias, protege en su constitución la libertad religiosa. Y aunque se profesan más de una decena de confesiones, es el Islam sunita el que actualmente prevalece desde que este país de Asia Central declarara su independencia, en 1991, de la extinta URSS.
Encantadora imprecisión
Cúpulas de ladrillos horneados recubiertas con tejas esmaltadas separan la tierra para acariciar un cielo prometedor. Perder los pasos en la colosal Plaza del Registán es dejarse vencer, irremediablemente, por una fantasía azulada, esmeralda y turquesa. Considerada una de las construcciones más sublimes del mundo, el devenir de los siglos seduce al viajero con naturalidad, como los suaves filamentos de un capullo de seda brillante y resistente.
La bella arquitectura de la madrasa de Ulugh Beg cautiva al viajero en la imponente Samarcanda
La madrasa de Ulugh Beg fue erigida entre 1417 y 1420 por orden del nieto matemático y astrónomo (calculó la traslación de la Tierra con una precisión asombrosa y tan solo 62 segundos de error) del conquistador Amir Timur (primer gobernante de la dinastía Timúrida, conocido como Tamerlán). La armonía y alusiones al firmamento rivalizan con la belleza evidente de sus hermanas menores en el calendario: las posteriores Sherdor, incomparable por sus minaretes y leones representados; y Tillya Kori, cuya pátina de oro presagia el crepúsculo que ilumina la explanada. Cuesta imaginar que tanta opulencia fuera presa de la decadencia, a finales del siglo XVII, cuando un puñado de almas tristes deambulaban entre animales salvajes.
Desde el último cuarto del siglo XIX recobró el aura que el temible conquistador Amir Timur quiso para la posteridad. Él mismo se encargó de destruir todo aquello que ensombreciera su obra maestra, una de las urbes más glosadas de la Ruta de la seda. Sería imperdonable no mencionar que en la segunda ciudad más importante de Uzbekistán yacen los restos del profeta Daniel. Y que en la necrópolis de Shahi-Zinda, entre asombrosas fachadas profusamente decoradas con flores, geometrías de cerámica vidriada e inscripciones en caligrafía árabe y persa, descansan en paz, en un velado paraíso, algunos familiares de Tamerlán. Un mausoleo sereno, cuya importancia desde el siglo XI e inigualable delicadeza han sido reconocidas por la Unesco.

La monumental Samarcanda no oculta ni su antiguo esplendor, ni los avatares históricos que han bordado un destino que, en el imaginario colectivo, es sinónimo de fascinación y, por qué no admitirlo, cierta imprecisión. Un lugar remoto rodeado de repúblicas acabadas en «tán» y enclavado en medio de aquella legendaria Ruta de la seda que alzó el vuelo en el siglo II a.C., con la dinastía Han, e inició su declive en el siglo XV, cuando el Imperio otomano boicoteó su comercio. Las nuevas vías marítimas que españoles, portugueses y otros europeos exploraron durante la Era de los Descubrimientos para garantizar el tráfico eficiente, y menos costoso, de lujos exóticos como la porcelana, las piedras preciosas, el té o los perfumes, remataron un ocaso que resurge con un halo de magnetismo.
La primera inexactitud tiene que ver con la linealidad terrestre que a veces se presupone. En realidad, este camino que coqueteaba con otras rutas, como la del ámbar, las pieles o el incienso, adaptaba su morfología a múltiples circunstancias, entre ellas, la geografía indómita que las caravanas debían sortear cuando se alejaban de los valles fértiles del Wei, el mayor afluente del Río Amarillo en China. Una vez se atravesaba la Puerta de Jade, las expediciones se bifurcaban para bordear el indómito desierto de Taklamakán. Nadie en su sano juicio osaba adentrarse entre las monstruosas dunas movedizas que alcanzaban los 90 metros de altura. Un sinónimo de muerte segura que convertía las invasiones, las pestes y otros accidentes geográficos, como los alrededores del corredor del Gansu, en retos con posibilidades de éxito.
Algunas fuentes apuntan a que su nombre se lo debemos al geólogo Ferdinand von Richthofen, quien bautizó como «Seidenstrassen» a esta encrucijada que fascinó a Marco Polo. A finales del siglo XIX, el tío del Barón Rojo recibió el encargo de explorar una conexión ferroviaria que enlazara el norte de China y Europa. Las pesquisas del geógrafo revelaron que el trazado lógico era el mismo que, en tiempos remotos, transcurría entre Xi’an y Constantinopla. Un peregrinaje exótico que superaba los 6000 kilómetros y en el que las caravanas se cedían el testigo. Llegaban hasta un territorio. Pagaban sus impuestos. Vendían sus productos, que proseguían un nuevo viaje, en una caravana distinta, rumbo a la siguiente posta. Allí esperaba el peaje de rigor que, lógicamente, encarecía la mercancía hasta que, frontera tras frontera, arribaba a los confines de Occidente, donde abundaban los compradores selectos y los pingües beneficios. Antes de regresar, aquellos mercaderes hacían acopio de artículos procedentes de otras partes del mundo, con la seguridad de que su singularidad abriría el apetito de los clientes en sus lugares de origen. Por ello, la Ruta de la Seda se convirtió en un intercambio cultural, religioso y comercial de ida y vuelta.
Si la suavidad y la prestancia de la seda (transparencia indecorosa para Séneca) fue objeto de deseo e incluso merma para las arcas del Imperio Romano (en China las telas reproducían motivos grecorromanos), no es menos cierto que la miel, el oro, los caballos, las pieles de armiño, los arreos o el vidrio del Mediterráneo fueron igualmente apreciados en el lejano Oriente. Menos celebradas fueron las epidemias que desembarcaron entre rollos de la suntuosa fibra natural.
Bujara, entre sus mercados y su ambiente único, conserva el encanto de un oasis
Bujara tenía el bien más preciado: el agua, fuente de vida y elemento indispensable para la fabricación de la seda, y el papel, cuya elaboración constituyó un secreto de estado que tardó siglos en desvelarse y por el que se cometieron innumerables tropelías. El pasado de este oasis refinado en mitad de la Ruta de la Seda, único en un radio de 300 kilómetros y con el sello de la arquitectura timúrida, habla del asedio impío del conquistador mongol Genghis Khan en 1219. Los supervivientes de la ciudadela de Ark, fortaleza aún en pie, fueron ejecutados y los jóvenes reclutados por el ejército. Tuvo, sin embargo, la cortesía de respetar el faro del desierto, el inconfundible minarete de Kalyan que, además de llamar a la oración en el siglo XII, encendía el fuego que guiaba a las interminables caravanas. Data de 1127 y, desde la cúspide de sus 46 metros, se lanzaron innumerables delincuentes, dentro de un saco, como purga a sus culpas. Se encuentra en un extremo del conjunto Po-i-Kalyan, cuyas madrasas seculares conviven en armonía con estudiantes, turistas, oraciones y una morera en el centro que recuerda, por si la beldad nos aturde, dónde estamos.

Lo cierto es que es una delicia husmear a primera hora de la mañana entre las calles desiertas y el olor de los panes esponjosos recién horneados. Un momento de ensoñación que despierta con los rayos tímidos de la mañana, mientras los comerciantes se aventuran acolorear sus puestos. Antes de que el sol se escabulla (momento para probar un «plov») y los edificios se iluminen al unísono, sería una osadía perderse las 20 columnas de madera tallada de la Mezquita Bolo Haouz, que se duplican frente al estanque. Es uno de los pocos supervivientes de las decenas que refrescaban la bella Bujara y que, por una cuestión de salubridad, se taparon durante la etapa soviética.
Otros motivos propiciaron la prohibición del burka y la quema de la biblioteca de uno de los edificios más singulares de la ciudad: la madrasa Chor Minor, una joya discreta que enamora. Una panorámica exquisita, como la que regalan las cúpulas del bazar que se atisban en la lejanía. Mantienen la temperatura idónea en el estío y el invierno, como lo hiciera para aquellos cambistas ajetreados, orfebres exquisitos y aventureros que descansaban en los caravanserais.
Incluso esconde una madraza que perdió su propósito para convertirse, el siglo pasado, en un improvisado cine ruso. En este zoco ordenado todo cabe: comerciantes respetuosos, mujeres de sonrisa dorada y cercana, artículos de capricho, instrumentos musicales, suntuosos bordados de precio asequible e incluso manzanas de caramelo. Son agranatadas, sabrosas y brillan como los atardeceres inolvidables de Bujara. Los mismos que aderezaron aquella exótica, y prodigiosa, Ruta de la Seda.
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