El buen salvaje

Los Goya y los Oscar son para el buenismo, no para el bueno

Ah, qué tiempos en los que Marlon Brando mandaba a una india para denostar el Oscar recibido

La industria cultural hace años que se tira en trampolín en aguas pantanosas. Ahí quedan los Goya. Ya llegarán los Oscar. Donde antes estaba la claridad de una película de Billy Wilder ahora todo se empuerca en la ciénaga de la ideología. En un tiempo no tan lejano solo había que seguir un camino de baldosas rojas: ser progre libraba a cualquier aspirante a artista de reprimendas, ahora encima hay que demostrar y fingir que se está a favor de la paz en el mundo (como diría la redacción de un escolar), en contra del cambio climático, de Onlyfans, del porno duro, de que los niños sean agredidos por la tecnología, de Bob Esponja (no de Bob Pop), y, por supuesto, de Donald Trump, da igual el motivo.

Los actores actúan dando el mismo mitin y piensan como una aspirante a Miss Mundo. Hasta uno malo como Richard Gere nos lanzó en los Goya de Granada una proclama para que nos construyéramos unos bunkers antifascismo, tanto era el miedo que supuraban sus palabras. Le dieron el Premio Internacional por, entre otras cualidades, «su atractivo físico», y por una vez la Academia de Cine no se equivoca. Richard Gere es un hombre guapo. Claro que habría que ver qué pasaría si dijeran eso de una actriz. En este neomundo las actrices no poseen atractivo físico, de hecho no poseen ningún atractivo, solo se las puede juzgar por lo bien o mal que imitan a Bette Davis.

Las ceremonias de entregas de premios, de cine, de teatro, de música, no son más que una colección de aforismos mal escritos y peor vestidos. Cada cierto tiempo una cara embargada por el drama y el chupito de whisky para dar ánimo escupe a Greta Thunberg pero con morritos de Taylor Swift. Todos mueven los labios como en el playback de un mal videoclip para entonar la misma canción. Ellos piensan que es «Bella Ciao» y que el respetable los ve como Rosa Parks. Es un principio de psicopatía. Ah, qué tiempos en los que Marlon Brando mandaba a una india para denostar el Oscar recibido o cuando Fernando Fernán Gómez se quedó en su casa el año de «El viaje a ninguna parte». Fernán Gómez podría pronunciar lo que quisiera porque sabía pronunciar y distinguir un adverbio de un adjetivo. Su «A la mierda» era una manera de decir que nos quería pero que no le tocáramos los güevos. Lo de anoche y lo que se peina en Hollywood es solo espuma de los días mal tirada, como si Jorge Berlanga escribiera con faltas de ortografía.