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Primer universo de la ciencia
Planeta Tierra
En la intención de encontrar respuestas a preguntas aveces aporéticas sobre el universo, hace unos días releí algunos pasajes de mi libro Buscando a Dios en el universo (Erasmus, 2019), y por esos pagos revivió Galileo Galilei (1564/1642), el primer científico en plantear las claves más significativas de la creación globalmente considerada, apreciando la complejidad y plena cohesión del sistema solar heliocéntrico. En sustitución del modelo geocéntrico ptolomeico, un asunto en el que Galileo difundió las ideas de Copérnico, sin olvidar que, 1.800 años antes, el griego Aristarco de Samos (310-230 a. de C) ya había postulado la heliohipótesis.
Galileo en una oscura noche de enero de 1610, comprobó la existencia de un satélite de Júpiter al que dio el nombre de Ganímedes. Con un telescopio que no era más que un tosco tubo hecho en Holanda, de madera y con lentes de poco diámetro tuvo suficiente como para ampliar la luz de los astros más cercanos de nuestro sistema solar. Así, detectó el brillo de cuatro cuerpos desconocidos, las lunas que rotan en torno al gigante Júpiter.
Con descubrimiento tan provocativo, los planetas, incluida la Tierra, girando alrededor del Sol, Galileo rompió la sacrosanta doctrina católica de que la Tierra era el centro de todo. Y por defender ese geocentrismo, fue perseguido por el más virulento órgano de la Iglesia, la Inquisición. Al tiempo, comenzó a apreciarse la verdadera grandeza del universo: los telescopios, instrumentos formidables, permitirían sondear el espacio de todo el sistema solar por primera vez.
Para la ciencia de entonces, el universo era precisamente ese sistema solar, con la nube de Magallanes avistada en la expedición Magallanes/El cano (1522), que fue una gran apertura a un «más allá» más que misterioso. Siglos después, esas y otras nubes pasaron a ser grandes galaxias, consideradas en el sigloXX por Edwin Hubble como «pequeños universos», que hoy se cuentan por millones de millones.
¡Honor y gloria, pues, a Galileo!
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