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El buen salvaje

Se puede odiar «El odio», pero desde una librería

Bretón se retrata ante el escritor como un monstruo mediocre y narcisista. El autor sabe que quiere engañarle, pero no lo deja escapar

Empieza. «He hecho un ejercicio delictivo: he listado a las personas más importantes de mi vida (excluyendo a la familia) y he valorado cuáles de ellas habían merecido morir». Así arranca «El odio». Se publique o no legalmente, somos ya tantos los periodistas que lo hemos leído que será complicado que su contenido no se difunda por alguna vía. Quiero decir que el mal, si es que se considera así, ya está hecho. El comienzo de «El odio» promete. Y el autor, Luisgé Martín, cumple con la promesa cuando se acaba su lectura porque ha escrito un libro aterrador, incómodo, nauseabundo por momentos cuando habla ese asesino llamado José Bretón con la frialdad que solo emana del que ha cometido el peor crimen. Bretón se retrata ante el escritor como un monstruo mediocre y narcisista. El autor sabe que quiere engañarle, pero no lo deja escapar. Luisgé no es Capote ni «El odio» es «A sangre fría» con el que se le compara, como si no existieran más libros en los que los criminales se convierten en protagonistas: «La canción del verdugo», de Norman Mailler, «El adversario», de Emmanuelle Carrère, en fin, además de todos los documentales carroñeros que se ven cada día en las diversas plataformas de televisión y las horas que al mismo caso Bretón dedicaron los telediarios donde no se hurtaron detalles de la barbaridad. Ahora vienen los golpes de pecho.

Voy a dejarlo claro. No soy juez, pero no encuentro motivos para que este libro no vea la luz. Quien pida lo contrario que al menos lo lea antes y opine después. Es comprensible que Ruth Ortiz, la madre de los pequeños a los que se les robó la vida, se revuelva en su dolor eterno. Otra cosa es que no se respete la libertad de expresión. Como escribiría el maestro Anson, «o se está con la libertad de expresión o se está en contra de la libertad de expresión. Pero si se está con la libertad de expresión hay que hacerlo con todas sus consecuencias». El debate moral es legítimo, pero el único que puede dirimir si el libro se publica o no es un juez basándose en nuestra legislación y no grupitos de opinadores o las hordas anónimas que fustigan desde las redes. Festivales de cine han proyectado entrevistas a etarras sin que la crema de la intelectualidad tosiera. Recuerdo una en «El País» en la que el ex etarra Kandido Azpiazu «cuenta en su casa de Azkoitia, ante una taza de café con pastas, por qué mató a quien, siendo un niño, le salvó la vida». Esas víctimas sí interesaban a la Prensa y no revolvían el estómago de los ofendidos. Se puede odiar «El odio», pero desde una librería.