El canto del cuco
El camino de la Cruz
La multitud se aposentó para contemplar el drama. No sabían que iban a presenciar la muerte de Dios
La comitiva se puso en marcha poco antes de mediodía. Partió de la fortaleza Antonia. Hacía mucho calor aquel viernes de primavera en Jerusalén. Un heraldo judío iba delante pregonando el crimen de aquel hombre. El cartel que exhibía, en hebreo, latín y griego, lo había escrito Poncio Pilato de su puño y letra: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Abría el cortejo un centurión, el «exactor mortis», llamado Cornelio. Su brillante coraza de escamas refulgía con el sol. Figuraba al frente de un grupo de legionarios romanos con clámides de color escarlata, que llevaban en medio a Jesús y a otros dos condenados. Las gentes, con las características túnicas israelíes grises, blancas y azules, se iban uniendo a la siniestra caravana, atraídas por la morbosa emoción del patíbulo. Se hacían notar los judíos fanáticos insultando al reo a su paso. Entre el gentío caminaban en silencio, sin levantar los ojos del suelo, con el corazón encogido, entre el chasquido de las armas, algunos de los discípulos más fieles –la mayoría de ellos estaban escondidos por miedo–, sobre todo, mujeres.
Desde el Pretorio, el cortejo pasó por la explanada del templo, atravesó la puerta Bab-en-Nadir, bajó por una calle escalonada hasta el arroyo de Tiropeón, subió después por unas callejas enlosadas rudimentariamente y salió a las afueras de la ciudad por el noroeste hasta una loma conocida por Calvario o Gólgota, situada al pie de la colina de Gareb, donde iba a ser la ejecución. Este recorrido tortuoso, con bajadas y subidas, no es muy largo, pero resultaba agotador para un hombre que estaba en ayunas, no había dormido en toda la noche y había sido sometido a torturas y a constantes interrogatorios. Es natural que desfalleciera. Varias veces sucumbió por el camino. El centurión tuvo que ordenar a un campesino, llamado Simón de Cirene, de origen griego, que volvía de trabajar en su huerto, que le ayudara a llevar el madero del suplicio. Se sabe que, andando el tiempo, sus hijos Alejandro y Rufo se hicieron cristianos.
En este primer viacrucis, cada vez más concurrido, no se oyó ningún grito a favor del condenado. Unas cuantas mujeres enlutadas iban llorando. Una de ellas, llamada Verónica, se abrió paso, a pesar del riesgo al que se exponía, y enjugó con un lienzo el rostro desfigurado del condenado, cubierto de polvo, de sangre y de sudor. Era mediodía cuando el cortejo cruzó la puerta de Efraín y llegó al Gólgota. La multitud se aposentó para contemplar el drama. No sabían que iban a presenciar la muerte de Dios.
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