Gastronomía
David de Jorge: «No hay manera de quitarnos el ego»
Publica «En un paraguayo cabe el Amazonas», libro en el que desvela sus restaurantes y productos preferidos»
Es uno de esos libros que el título es tan bueno y esconde tanta enjundia, que en cuanto le echas un ojo sólo quieres devorarlo. «En un paraguayo cabe el Amazonas» (Debate) es una «guía de lugares, comidas y bebercios para disfrutar como un cochino», en cuyo primer capítulo David de Jorge narra «cómo mi madre nos hablaba a través de la fruta. Nos mandaba a la compra y según lo que traíamos nos regañaba o nos daba un beso. Con el tiempo, me di cuenta que expresaba así si estaba cansada o feliz. Aún conservo listas de la compra en las que nos hacía anotaciones. Por ejemplo, pintaba un ojo y escribía: cuidado con los tomates, mira que los huevos sean frescos, asegúrate de que los albaricoques no estén duros…». Una lección que deberíamos aprender todos, porque la mayoría llenamos el carro con prisa y ni nos fijamos en lo que compramos: «Los mercados están vacíos. Yo creo que no cocina ni Bartolo, a pesar de que la gente da mucha importancia a la comida y todos ven MasterChef y tienen una opinión sobre la sal del Himalaya, pero luego abres sus neveras y no militan, prefieren irse a esquiar a Baqueira», dice. Es decir, ¿hay mucho postureo? Preguntamos: «Hay de todo, pero la mayoría sale despavorida de la cocina, porque tiene otros planes», añade. Entre las dedicatorias del libro, llama la atención una: «A los que quisieron verme mojama, ¡que os follen!, ¡sigo vivo y coleando!». Promete no referirse a nadie en especial, porque «mi oficio es felicidad. Soy un privilegiado, porque desde muy niño quise ser cocinero y tengo pocos amigos que estén felices con su curro». En su reflexión sobre el oficio, asegura que «el cocinero tenía tanta sed de salir de la catacumba en la que se encontraba que, de repente, se ha tomado la revancha y hasta a mí me parece ingrato que ocupemos un hueco en la radio o en la prensa para decir chorradas cuando hay muchas personas calladas que podrían decir cosas súper interesantes. Gente que admiras y que conceden entrevistas con cuentagotas. Ahora, no hay manera de quitarnos el ego. Si te dejan ir de chulito por la vida, te creces», asegura. Asimismo, reconoce que ya pocas cosas del comer le conmueven. Sólo quiere estar a gusto, que no le den la brasa y que lo que esté comiendo sea genuino, que le toque la fibra, porque está hecho con oficio, ya sea en una fonda o en un restaurante.
«El exceso no me mola»
También, exige que el sentido común se siente a la mesa: «El exceso no me mola. Yo he sido muy salvaje, he estado muy gordo, he sido muy bestia, pero, con la edad, no me gusta que me apabullen mientras como: «Me puede conmover un bocadillo, un gesto y la ternura de ver a una mujer o a un hombre en los fogones en los que lleva toda una vida cocinando una especialidad. Huyo de las listas de reservas, de dar la brasa para ir a los sitios de moda. Me encanta comer, pero no suplicar una mesa», reconoce al tiempo que insiste en que no estamos ante un libro de recetas, no, sino que Robin Food, que así le conocen sus seguidores, nos regala una selección de productos y lugares a tener a mano. Así que, capitalinos, sabed que como «templos del ñampazampa» menciona A Mano, Casa Lucio, El Corral de la Morería, Don Giovanni, Estimar, García de la Navarra, La Bola, Taberna Pedraza y La Tasquería. Y, tras esta conversación, el cocinero del triestrellado Lasarte y socio de Martín Berasategui almorzó en el restaurante Il Posto, en el 27 de Bravo Murillo. Nos lo apuntamos: «Si tuviera que elegir un último bocado, no sería una piruleta osmotizada, sino una sopa de ajo, unas cocochas rebozadas o un pincho de tortilla», continúa. Y, ¿qué dice del comensal, cada día más exigente? Seguimos preguntando: «Hay gente para todo. La hay que se anuda la servilleta al cuello y que no hace fotos, aunque sí que es cierto que quienes hacen ruido son los que rompen esa mayoría silenciosa, que se lo pasa genial. El cliente gestiona su visita como quiere y puede y tu labor es ganártelo para que se vaya encantado», señala antes de exponer su opinión sobre la quinta gama, incluso presente en los platos de numerosísimos restaurantes. Defiende esos buenos productos que nos hacen la vida más fácil. De hecho, en el libro hay hueco para el caldo El Paeller: «De repente, nos hemos vuelto tan puristas, que parece que la pastilla de caldo es el diablo. Yo me apoyo en alimentos que están muy bien resueltos para cocinar. Por ejemplo, un cebollero, que vende una cebolla pochada acojonante en bolsas y con caducidad de un año». Confirma, además, que en su casa no prepara salsa de tomate, porque la mejor se elabora en Los Palacios y Villafranca, en Sevilla. La hace un tomatero, que estaba hasta las narices de que no le pagaran la materia prima a su precio. Se puso a hacer también pisto, sofrito y otros productazos: «Es cierto que cocinando lo pasas mejor, pero la industria alimentaria buena te ahorra muchos procesos». Asimismo, a David le hubiera encantado inventar los donuts, los phoskitos y el tigretón: «Preferiría que se me recordara por inventar los Huesitos que por crear la esferificación. O el Baileys, una bebida cremosa, que no se estropea, se la puedes echar a unas natillas, a un café o beberla con un hielo. ¡Qué maravilla! El problema es que nos hemos vuelto unos gilipollas». Por último, hemos de reconocer que nos entusiasman sus «guarrindongadas», como ese sorbo a una taza de leche con café soluble Ricoré, cacao, Nesquik y «dos o tres cucharadas de papilla de cereales de bebé. Siempre he sido muy excesivo en todo». La probaremos.
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