
Historia y turismo
Así es el vertiginoso puente que fue frontera entre dos países y se puede cruzar a pie, en coche o en tren
En marzo de 1886 dos locomotoras se encontraron en su centro simbolizando la unión entre España y Portugal

Allá arriba, sobre el Miño que transcurre tranquilo un buen puñado de metros más abajo, la sensación puede ser de plenitud. O de vértigo, de miedo a las alturas, de ese temor ilocalizable que lleva a la mente a imaginar cosas, por ejemplo, un traspiés inoportuno que derive en un trágico final.
No debería, aunque el ancho del trayecto peatonal de este puente, antigua frontera de tránsito entre España y Portugal, apenas concede el espacio suficiente para que dos peregrinos caminen de la mano en una sensación vertiginosa. Esa que eriza la piel mientras que deja a los pies el refulgir del sol entre las nubes sobre el Miño y que permite, chapa a chapa, en una adaptación industrial de lo poético, caminar sobre las aguas.
A fin de cuentas, el Puente Internacional de Tui (Pontevedra), inaugurado en 1886, es mucho más que una obra de ingeniería: es un testigo silencioso de la historia; un entramado de hierro y piedra que simboliza el que va de las fronteras a nuestro tiempo, de los carruajes a los coches; de España a Portugal sin pasaportes.

Un puente con historia
Diseñado por el ingeniero riojano Pelayo Mancebo y Ágreda, y construido por la empresa belga Braine Le Compte, el puente fue ideado para servir tanto al ferrocarril como al tráfico rodado y peatonal. Así, junto a esas chapas laterales que sirven de ruta al caminante, el asfalto de los coches se cubre, cerrando la estructura, por la vía del tren, también metálica.
Su silueta, con esa inconfundible celosía metálica en forma de cajón, ha llevado durante décadas a muchos a atribuir su diseño a Gustave Eiffel o a alguno de sus discípulos. No es así, aunque el relato persiste en el imaginario popular, quizás alimentado por la elegancia de su estructura, que recuerda a algunas de las creaciones más icónicas del ingeniero francés.
El 25 de marzo de 1886, en medio de una multitud expectante, dos trenes se encontraron en el centro del puente, en una ceremonia simbólica de unión entre los dos países. Aquel momento marcó el fin de una era en la que el Miño se cruzaba en barcazas y transbordadores, dando inicio a una nueva etapa de conexión entre Galicia y el norte de Portugal.

Entre el hierro y la piedra
El puente mide aproximadamente 399 metros de largo y se sustenta sobre cuatro sólidos pilares de piedra que emergen del río como guardianes del tiempo. Sobre ellos, se extiende la plataforma metálica que, en sus inicios, fue concebida para carruajes y peatones. La vía férrea ocupa la parte superior, mientras que los laterales están flanqueados por las mencionadas pasarelas peatonales.
Pero el puente, más allá de actuar como enlace comercial y social entre ambas orillas, también ha vivido épocas de mayor tensión. En el lado español, todavía pueden observarse pequeños huecos en los pilares de piedra, diseñados para albergar explosivos en caso de conflicto bélico. Un recordatorio de aquella época en la que las fronteras no siempre fueron tan amistosas como hoy.
Un símbolo que resiste al tiempo
A pesar de la inauguración a finales del siglo pasado del nuevo puente internacional más moderno y amplio que atraviesa la autopista, la estructura de 1886 sigue en pie, sin apenas tráfico rodado, pero aún transitada por peatones y ciclistas que buscan cruzar la frontera de un modo más pausado.

Hoy, el Puente Internacional de Tui es parte del patrimonio cultural y una referencia ineludible para los peregrinos del Camino de Santiago que recorren la ruta portuguesa. Más allá de su función práctica, sigue siendo un símbolo de la relación histórica entre España y Portugal, una pasarela entre dos mundos que, más que dividir, siempre ha unido.
Quienes lo cruzan aún sienten en su estructura el peso del tiempo, el eco de los trenes, el murmullo de los viajeros que dejaron atrás sus tierras en busca de nuevas oportunidades, y el vértigo. Esa sensación de vacío que, sobre las aguas del Miño y bajo el cielo del Atlántico, recoge la sensación inmutable de lo eterno.
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