Todo lo que no es un bulo

Ya ocurrió durante la pandemia. Nacían, crecían, se reproducían y, a duras penas, morían. Exageraciones interesadas, medias verdades o mentiras descaradas. La incertidumbre de una situación excepcional unida al confinamiento y la conexión inmediata de las redes sociales aceleraron el ciclo vital de los bulos, que prendía con la gasolina del miedo. Los temores, de nuevo, se han vuelto a agitar en la mayor catástrofe natural de la España contemporánea situándonos, cara a cara, frente a uno de los mayores males que atenazan a las sociedades modernas: la contaminación de la realidad que, distorsionada por falsedades, dificulta o impide a los ciudadanos aproximarse a la verdad como requisito imprescindible para construir su relato y conformar sus opiniones. En ese contexto, y con la sobriedad que requería el momento, se entregó el lunes el premio «Francisco Cerecedo» que otorga la Asociación de Periodistas Europeos y que, en esta ocasión, recayó en Carlos Franganillo. Y, como aliándose con las necesidades más urgentes de nuestro mundo, el Rey dedicó parte de su discurso al valor del rigor y las certezas en tiempos confusos: «A lo largo de esta última década, en un entorno marcado por la desinformación, por una parte, y por la sobreabundancia informativa, por otra, los premiados han querido subrayar también la necesidad de un compromiso ético y un apego firme a la verdad en el ejercicio de la profesión». La versión más solemne de la petición antibulos, «no hagáis caso de todo lo que se publica porque hay mucha intoxicación», que ya había manifestado semanas antes a los vecinos de Paiporta, a pie de barro. Mismo espíritu, mismo mensaje. Ya lo dejó escrito Larra hace un par de siglos, incluso entonces cuando las noticias llevaban otro ritmo, «el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer». Cualquier insistencia, ayer, hoy y mañana, es poca para dar trascendencia a todo lo que no es un bulo. O sea. Al periodismo.