Tribuna
Honrar al héroe fundador
Se trata de traer a casa los huesos del héroe fundador. Y aunque parezca un viejo recurso de la narrativa mítica nunca en la historia se ha dejado de emplear
Este esquema de la narrativa mítica es sencillo: la comunidad no estará en paz y no podrá desarrollarse en plenitud hasta que haya tributado los debidos honores fúnebres al cadáver de su héroe fundador. Este héroe, a veces un semidiós, un rey o un guerrero, es el padre fundador –el «oikistés», como le llamaban los antiguos griegos– que otrora cumpliera con la misión providencial: el hallazgo de la patria prometida o la invención de un sistema o un contexto estables para sobrevivir, en una suerte de evento cosmogónico que enfrentó a las fuerzas del orden contra las del caos. Su acción heroica «in illo tempore» fue una fundación, la derrota de un monstruo, la solución de un conflicto duradero, la legislación divina o el hallazgo de un objeto mágico. Luego, tras su muerte lejos del hogar primordial, un oráculo indica a la comunidad que hay que encontrar sus huesos, a veces perdidos o expatriados, y enterrarlos en un solar sagrado en el corazón de la comunidad sociopolítica como al que fue, en su momento, su personaje providencial. Será un entierro de especial solemnidad, en la catedral o el ágora, en un panteón concebido como templo donde se mezclan lo cívico, lo constitucional y lo religioso. De ahí emana ese respeto reverencial para generaciones futuras que se halla en la base del derecho y que tanto lo aproxima a la religión –desde la Ley de las XII Tablas hasta la intuitiva refundación de Roma por Augusto, bajo este epíteto de «Venerable»–, la turbación cuasi-religiosa que se siente ante la añeja teología política –o «mitopolítica»– de la que todos venimos y que inspira en cierto modo la institución que fundamos y que, a la vez, nos funda. Es, en fin, un viejo ciclo mitopoético.
Hay ejemplos en la mitología comparada –sobre todo en las mitologías políticas– muy cerca de nosotros. Sin ir más lejos, recordemos el oráculo que recibió la democracia ateniense en el siglo V a.C., curiosamente justo antes de que se lanzara a una aventura imperialista, de que debían recuperar los restos de Teseo, su héroe fundador, hijo de Poseidón y vencedor del Minotauro, que había muerto –según el mito– de forma no muy heroica en la isla de Esciros. Aquí se mezclan de forma muy curiosa la historia evenemencial con la historia mítica. Cimón, líder de la facción conservadora, tuvo que marchar a Esciros –a la sazón ambicionada geoestratégicamente por Atenas–, en una expedición mítico-militar. Ahí Cimón halló de forma providencial los huesos de un cadáver de grandes dimensiones que enseguida tomó por Teseo y llevó a Atenas con honores patrióticos para ser enterrado en el centro del espacio público. Curiosamente otro tanto ocurrió con la rival Esparta, que recibió un oráculo parejo exhortando a encontrar los restos de su héroe tutelar Orestes: y en el mito, a los de Orcómeno les pidieron buscar y honrar los restos de Acteón…
Si miramos a las antigüedades hispánicas, hace poco saltó la noticia de que varias personalidades han pedido el entierro con honores de estado –en este momento tan tenso para nuestra «polis»– de los restos de dos reyes visigodos, Recesvinto y Wamba, que yacen, tras varias peripecias, en un poco digno sepulcro en el depósito de la catedral de Toledo. A su muerte Wamba fue sepultado en Pampliega (Burgos) en 688 y en el siglo XIII sus restos fueron trasladados a la iglesia de Santa Leocadia, en Toledo. Luego su tumba, junto con la de Recesvinto, fue expoliada por las tropas de Napoleón en 1808 y los restos de ambos se guardaron en un pequeño recipiente, que ahora se quiere honrar. En Santa Leocadia, donde en tiempos recientes se pensó que estaba el panteón real visigodo, parece que se enterró también a Sisenando y Witiza, y no sabemos si también a Recaredo: este sería el que habría de ostentar el papel de héroe tutelar cuyos huesos habrían de presidir el solar sacro… Otro es el caso del último rey godo, Rodrigo, cuyo desaparecido sepulcro –este acaso menos honorable– se disputan Sotiel Coronada (Huelva) y Viseu (Portugal), según diversas leyendas apócrifas. Más allá, entre mito e historia, queda el de otro héroe fundador, Pelayo, supuestamente en la gruta de Covadonga. Hay tantos ejemplos de tantas historias míticas comparadas de las naciones europeas y de todo el mundo…
En fin, se trata de traer a casa los huesos del héroe fundador. Y aunque parezca un viejo recurso de la narrativa mítica nunca en la historia se ha dejado de emplear, desde el hallazgo afortunado de los restos del supuesto Arturo en la Inglaterra del siglo XII al traslado del cadáver de Napoleón a «Les Invalides» en una época propicia o el de Federico el Grande a «Sanssouci» con la Reunificación alemana de 1991. Seguro que a más de un lector ya se le ha ocurrido la evidente comparación con nuestra época, pues el mito siempre está de actualidad. Y es que el régimen que tenemos actualmente, el de la Constitución de 1978, tiene un héroe fundador más allá de toda duda. Juan Carlos I –más allá de luces, sombras o dudas– representa por excelencia la figura del «oikistés» de nuestra comunidad política actual, que la funda a partir de una cierta cosmogonía política en el proceso, ya mitificado, de la Transición. ¿Qué ocurrirá si fallece en el exilio? ¿Se ha pensado en ello en términos de historia mítica? El tributo de los consabidos honores de estado es obligado pues, independientemente de la política del día a día, se desprende de la narrativa mitológica que nos da sentido, que marca quiénes hemos sido y quiénes seremos. Quizá podría prevenirse una renovada «expedición a Esciros» si se permitiera que el fundador volviera a casa en vida. Ahí trataríamos de otro motivo arraigado en esa narrativa patrimonial: el retorno del héroe crepuscular. Pero acaso la historia mítica se repita inexorablemente, en ciclo de eterno retorno, y hayamos de ver el cortejo teseico desde el exilio. Veremos lo que nos depara.
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