Ángela Vallvey

Infieles

La Razón
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La infidelidad siempre será un tema delicado, esquivo como su propia naturaleza. Las mujeres han padecido la furia de los maridos burlados en forma de muerte o mutilación a lo largo de los siglos. En la tribu de los azande, por ejemplo, se cortaban las extremidades de los dedos de la mujer adúltera. Pero los castigos a la infiel, en Occidente, no eran menos brutales, ni menos habituales. Hasta no hace mucho (siglo XIX), el ordenamiento legal permitía en muchos lugares de Europa asesinar a la mujer adúltera pillada in fraganti, sin que se exigiera al marido/criminal una pena a cambio. La infidelidad era una eximente para el asesino de la mujer «traicionera». La deslealtad sentimental o sexual se ha asociado ancestralmente con el carácter de la mujer, que era tenida como mera propiedad de los hombres a los que pertenecía a lo largo de su vida, y a la que no se le perdonaba el engaño. La infidelidad ha sido un arma mortífera de venganza, se ha erigido como acusación y ha sido pretexto para el crimen. Lo sigue siendo, por desgracia.

Pero en la época en que gobernaba Lorenzo de Médicis, hubo un hombre que también engañó a su esposa. Se trataba del príncipe de Faenza, y su señora no se lo tomó a bien: quizás pensando como un hombre despechado, pagó a cuatro mercenarios asesinos, los escondió bajo la cama y les dio orden de liquidar a su cónyuge. Aunque el príncipe, que estaba bien entrenado, se defendió con entusiasmo y se los cargó a todos. La princesa, indignada, se dijo que tendría que acabar ella misma el trabajo que había pagado en balde, de modo que se lanzó sobre la espalda de su marido y lo finiquitó sobre el tálamo que había sido nupcial en tiempos y que ahora exhibía un estropicio. Como, además de una delincuente, era noble, –cosa que en aquellos tiempos artísticos del Renacimiento no estaba mal si una se dedicaba al asesinato–, sólo fue excomulgada. No la condenaron a presidio ni recibió otro castigo. Sin embargo, la pena le pareció excesiva a su padre, que se quejó ante Lorenzo de Médicis rogándole, usando una lógica aplastante, que intercediera ante el Papa en favor de su asesina hija: «¡Que la vuelvan a admitir en la Iglesia, Señoría, por favor! Que no la excomulguen. ¿No veis que mientras siga excomulgada no podré casarla de nuevo...?».