Metaverso
El pollo del metaverso
Las diferencias de clase, los abismos educativos o económicos se invisibilizarán, creando un narcotizante espejismo global
El viernes se cumplió un año desde que Mark Zuckerberg anunciara urbi et orbi que la red social Facebook cambiaba su denominación por la de Meta. Ese mismo día el precio de sus acciones cayó un 20%. El metaverso –el gran universo virtual hacia el que pretende empujarnos– se tambalea. Pero aunque su empresa está a punto de caerse del top 20 de las mejores de Estados Unidos, Zuckerberg sigue defendiendo su visión. En un futuro próximo, dice, trabajaremos en Meta, disfrutaremos allí de juegos y películas sin fin, nos interrelacionaremos, estudiaremos y hasta accederemos a recursos y bienes digitales que terminaremos considerando más reales que la vida misma. A esa «caverna platónica 2.0» no nos conectaremos; simplemente viviremos inmersos en ella.
Lo suyo recuerda mucho al Gran Hermano de 1984. Como en aquel Nuevo Orden imaginado por George Orwell, en éste también entraremos creyendo que nos libraremos de todas nuestras limitaciones. En una sociedad que se asoma a una recesión global, a un parón, la adscripción a un universo digital inmersivo nos facilitará «viajar» a lugares remotos y explorarlos al detalle, «entrar» en recintos tradicionalmente vedados a los no-VIP y «tener acceso» a lujos a los que físicamente no podríamos aspirar. En ese mundo, disponer de un coche de alta gama aparcado en la puerta de nuestra mansión metaversiana, será lo normal. Unos cuantos clics y un leve mordisco a nuestra cuenta bastarán. Ahí dentro las guerras y los conflictos serán incruentos. No contaminaremos. Los derechos por los que pelearemos se reducirán a los de naturaleza digital, y lo peor que nos podrán robar serán las contraseñas de acceso a nuestro avatar.
Para los más leídos, todo esto tiene un inconfundible aroma distópico. Las telepantallas, la neolengua, la policía del pensamiento o las máquinas habla-escribe con las que se dominaba al mundo en 1984 –novela, por cierto, publicada en 1949– ya solo son un pálido reflejo de lo que se nos viene encima. Orwell intuyó, en un perfecto ejercicio juliovernesco, que una sociedad así generará una oleada nunca vista de problemas mentales. Tanto su Gran Hermano como nuestro Zuckerberg prometen felicidad a cambio de desconectarnos del mundo físico. Pero es mentira. En el metaverso construiremos falsas imágenes de nosotros mismos –sin duda más capaces, delgadas, altas, con superpoderes– de las que, al poco, no querremos alejarnos. Tras ellas nos evadiremos de todo. Preferiremos fundirnos con lo virtual creyendo haber vencido al mundo. Allí no veremos hambre, ni crisis energética, ni cambios climáticos. Nuestros compañeros de trabajo serán también avatares; nos reuniremos con ellos en bares o clubes virtuales, y hasta iremos con ellos de concierto o al fútbol sin darnos cuenta de que todo será pura fantasía. Las diferencias de clase, los abismos educativos o económicos se invisibilizarán, creando un narcotizante espejismo global.
A estas alturas, con millones de niños y adolescentes dejándose la vida delante de sus pantallas, como si se entrenaran para la irrupción del metaverso, ya no me planteo si esto es o no una conspiración de los dueños del mundo. Lo único que me preocupa es saber si la superaremos. Y yo, que soy un optimista antropológico… ¡apostaría a que sí!
Explicaré por qué.
Hace quince años ya tropecé con algo parecido al metaverso. Fue en 2007, durante la promoción de uno de mis libros. Acababa de publicar La ruta prohibida, un trabajo en el que repasaba algunos de los grandes enigmas de la antigüedad. La Editorial pensó que sería una buena idea llevarse a una veintena de periodistas a Turquía a recorrer algunas de las maravillas sobre las que había escrito. Muchos, por desgracia, no pudieron acompañarnos, así que a Planeta se le ocurrió organizar para ellos una presentación virtual en un entorno conocido entonces como «Second Life».
Su propuesta fue osada. Alquilaron una sala digital llamada Novatierra –la misma en la que Gaspar Llamazares había dado un «mitin 2.0» semanas antes– e incluso diseñaron un avatar con mis rasgos para que pudiera moverse a sus anchas por ese mundo. Como todo aquello era bastante raro, me propusieron acompañarme físicamente en el proceso. Durante una escala en París al regreso de Estambul, me encerré con mi equipo de prensa en un hotel y, frente al portátil desde el que vigilábamos a nuestros avatares, di una conferencia para unos cuarenta individuos digitales. «Eso es como haber llenado una sala con mil personas», dijo un entusiasta al verlo.
Recuerdo que, al terminar, me dieron las claves para manejar a mi otro yo. Y recuerdo también que, una vez en casa, entré en varias ocasiones a «Second Life» a merodear con mi nuevo cuerpo. Lo cierto es que coseché una experiencia decepcionante tras otra. Asistí a un concierto, me colé en un par de charlas y hasta participé en una clase de cocina. Pero fue aquella última cita la que me hizo ver lo fútil de aquel invento. Me pasé cuarenta minutos siguiendo el desarrollo de una receta de pollo al curry… ¡y al final no pude probarlo!
¿Qué sentido tenía un lugar en el que no podía probarse un alimento, sentir el roce de otro humano o siquiera oler una flor? El mismo que el metaverso. Ninguno. Ese día me convencí de que ningún «universo B» sustituirá jamás al «A». Ni el de 1984, ni el de Zuckerberg. No me extraña que sus acciones se hayan desplomado. Como no arregle pronto lo del pollo, va derecho a la ruina.
Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.
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