"Megalópolis": la utopía de Ford Coppola, en ruinas
Concebida como el autorretrato de un artista visionario, el esperadísimo trabajo del cineasta navega en un magma de ideas mal acabadas y tonos hiperbólicos
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Pocas películas recientes han sido capaces de generar tanto ruido como “Megalópolis” antes de su estreno. Francis Ford Coppola lleva cuarenta años pensándola y hablando de ella, ha vendido parte de sus viñedos para financiarla y, como en los años de “Corazonada”, parece predestinado a enfrentarse a la incomprensión de los grandes estudios, que no han movido un dedo para distribuirla. Un artículo publicado en “The Guardian” el pasado martes, que algunos entienden como parte de una estrategia conspiranoica para castigarlo por no rendir cuentas a nadie, lo retrata como un director que ha perdido el norte, que malgastó jornadas de rodaje enteras sin dar ni una sola orden coherente a su equipo, fumando marihuana y dando muestras de conducta inapropiada con algunas extras durante la filmación. Cuando Coppola estrenó “Apocalypse Now” en el Festival de Cannes de 1979, hubo una campaña de desprestigio parecida, y la película acabó ganando la Palma de Oro. Algo que no ocurrirá, no nos engañemos, con “Megalópolis”.
“Megalópolis” está concebida como el autorretrato de un artista visionario. “Un hombre del futuro, hechizado por el pasado”, así definen a César Catilina (Adam Driver), el alter ego de Coppola, el arquitecto de la utopía urbana definitiva, acorralado por la fama (¡a su edad ya tiene un premio Nobel!) y por un sistema corrupto, incapaz de entender su genialidad. No es un personaje tan distinto al Preston Tucker de “Tucker, un hombre y su sueño”, que desafió a la industria automovilística imaginando lo que tenía que ser el coche del futuro. César Catilina es el gran demiurgo, porque puede detener el tiempo a su antojo. Él es el ideólogo de una película que funciona por pura acumulación de ocurrencias formales, y que en cada secuencia parece olvidarse de lo que ha intentado hacer en la anterior.
El efecto es de una curiosa disonancia: encontramos el tributo a soluciones visuales que Coppola ha puesto en práctica en algunas de sus películas conviviendo con una fascinación por la imaginería digital propia de un principiante. Sin solución de continuidad se suceden retroproyecciones, transparencias, pantallas partidas, sombras chinescas, ríos de píxels dorados, hologramas y, ojo, la aparición de un extra de carne y hueso delante de la pantalla, que mantiene una conversación con Adam Driver (¡una ilusión de cine en directo!) durante unos segundos. A veces hay un conato de diálogo entre técnicas propias de la era silente y trucos del cine digital, pero, en general, la apuesta estética del filme obedece a la más rigurosa autoindulgencia. Podría aducirse que Coppola ha querido darse un último capricho, y no ha reparado en gastos, pero la coherencia brilla por su ausencia.
La película, que se presenta como “una fábula”, se sitúa en un universo paralelo donde América es “la Nueva Roma”. La república del capitalismo neoliberal es una versión hortera del Imperio Romano, con sus bacanales, sus luchas de gladiadores, sus puñaladas traperas y su decadencia moral. Entre citas de Marco Aurelio, Petrarca y Rousseau, Coppola parece tener algo que decir sobre la política de su país, aunque no sabemos muy bien qué.
“Megalópolis” apunta hacia la sátira, aunque cada uno de sus personajes simula vivir en una película distinta. De lo grotesco y granguiñolesco (Shia LaBeouf ‘in drag’, completamente desatado) a lo severo y pomposo (Adam Driver), “Megalópolis” navega en un magma de ideas mal acabadas y tonos hiperbólicos. No sabemos si tomarnos en serio su defensa de una utopía urbana que se amuralla frente a la amenaza del fascismo mientras se olvida del pueblo llano. Lo cierto es que Coppola está demasiado colgado de sus propias ambiciones, y solo puede despedirse de nosotros celebrándose a sí mismo.