Jude Law revoluciona Cannes: del pragmatismo del Doctor Watson a la perversidad hedionda de Enrique VIII
El actor británico protagoniza «Firebrand», junto a Alicia Vikander, el debut en la sección oficial con el que el cineasta Karim Ainouz ofrece una lectura feminista de los Tudor, mientras que el icónico Aki Kaurismaki encandila de nuevo con su poética narrativa
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La Inglaterra de los Tudor nunca había olido tan mal como en «Firebrand», película con la que el brasileño Karim Ainouz debuta en la sección oficial en la 76ª edición del festival de Cannes. Jude Law, que encarna a un Enrique VIII a medio camino entre un ogro falstaffiano y un «hooligan» con la pierna abierta en gangrena, confesó en la rueda de prensa que contrató a una perfumista para que le preparara una colonia muy especial, hecha de aroma a sangre, materia fecal y sudor. En el rodaje, su toxicidad le precedía. Hablar de que la masculinidad tóxica ha llegado al «heritage drama» es, por tanto, quedarse corto, aunque hay que decir que Shakespeare, «Juego de tronos» y «El último duelo», de Ridley Scott, ya le habían tomado la delantera a «Firebrand».
Lo cierto es que la interpretación de Jude Law, de una intensidad grotescamente irónica, desenfoca el auténtico objetivo de la película, que no es otro que el de trasladar la agenda del empoderamiento femenino a una monarquía caracterizada por cortar cabezas a las reinas consorte. Libre adaptación de la novela de Elizabeth Fremantle, «Firebrand» se apunta a esa reescritura de la Historia tan querida por el cine contemporáneo para centrarse en la convicción feminista de la sexta esposa de Enrique VIII, Catherine Parr (Alicia Vikander), en especial en su defensa de las ideas reformistas de la religión católica en una época en la que el rey se consideraba la última y definitiva reencarnación de Dios.
Atrapada entre sus deberes como reina y sus convicciones revolucionarias, Parr es la verdadera heroína del filme. Parr podría ser la tatarabuela de Lady Di, en la medida en que se rebeló contra la rigidez protocolaria de la monarquía, pero a Ainouz, en su primera producción en inglés, parece interesarle más como precursora del movimiento «Time’s Up». Tanto, que el filme va perdiendo fuerza a medida que su tesis se va haciendo cada vez más explícita. Comer es el nuevo fumar. Mejor dejarlo. Paso a paso: es lo que recomienda la señorita Novak (Mia Wasikowska) en «Club Zero», de la austríaca Jessica Hausner. Con un suéter de punto abrochado hasta el cuello y una voz suave y monocorde, la nueva profesora de nutrición de un internado de élite lava el cerebro de un grupo selecto de alumnos con sus ideas sobre la alimentación sana y consciente. De la autofagia al ayuno completo hay solo un paso: dejar de comer es un gesto anticapitalista; un gesto, paradoja que divierte a Hausner, que solo pueden permitirse los ricos.
Parece que los dardos de la directora de «Little Joe» van dirigidos, diana fácil, a los practicantes integristas del «mindfulness» y la alimentación orgánica, y, por extensión, a los padres que delegan la educación de sus hijos a profesores que tal vez no están preparados para ello, pero su planteamiento no por obvio deja de ser más problemático: ¿estamos ante una sátira sobre la ecología entendida como ideología sectaria o, por el contrario, ante una defensa de los desórdenes alimentarios como rebelión última del cuerpo de los centennials contra el capitalismo que ha forjado su identidad económica? ¿Es la fe en el cuerpo lo último que nos queda en una sociedad más preocupada por condenar los afectos que por cortar por lo sano una neurosis colectiva? Tan cerca de «Lourdes» como de «Little Joe», «Club Zero» sacrifica todas estas preguntas a la repetición de una sola idea, y, a pesar de incluir imágenes francamente provocativas –una chica comiéndose su propio vómito–, evita, de una forma un tanto perezosa, profundizar en el origen de su conflicto dramático, un personaje tan opaco que ni siquiera Hausner parece tener interés en comprender.
Los autómatas anoréxicos de «Club Zero» poco tienen que ver con los autómatas bressonianos de la magnífica «Fallen Leaves», de Aki Kaurismaki. Según el cineasta finés, el amor verdadero –aquel que pertenece a los dominios del cine mudo, de Frank Borzage al Chaplin de «Luces de la ciudad»– emerge de las acciones y los gestos minimalistas. En el país con más calidad de vida del mundo, el director de «Nubes pasajeras» prefiere fijarse otra vez en los desclasados, en las «hojas caídas» del título, en las almas solitarias que viven en los márgenes –un alcohólico en paro, una cajera de supermercado que acaba trabajando en una fábrica– y se enamoran en un karaoke.
La poética de Kaurismaki sigue fiel al laconismo de los diálogos, a la expresividad cromática, a los encuadres fijos, al sentido del humor sobrio, y, sobre todo, a una construcción de personajes no por más sintética menos emotiva. En esta historia de amor, atravesada por las noticias de la guerra de Ucrania regurgitadas por viejos aparatos de radio, Kaurismaki siempre se muestra idéntico a sí mismo. Y, sin embargo, ¿por qué nos da la impresión de que esa repetición es tan hermosa? Este crítico no puede dejar de admirar el modo en que «Fallen Leaves» reconduce el fatalismo melodramático del relato –hay dos momentos en que, como en el «Tú y yo» de Leo McCarey, se cierne la amenaza sobre los dos enamorados– con dos planos, un gag cariñoso y una promesa de ternura eterna. Y es que cómo puede acabar mal un amor que se consolida en una sala de cine, frente a una película de zombis que se titula «Los muertos no mueren».