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El señor del Monopoly tiene 29 años y es inglés
La fortuna de Hugh Grosvenor, séptimo duque de Westminster y terrateniente de un 0,22% de Reino Unido, alcanza la desorbitada suma de 15.000 millones de libras
Todos conocemos el funcionamiento del Monopoly. Ganará el jugador que más propiedades tenga y más caras sean, es simple, este juego clásico trata de sustentar la riqueza a partir de la propiedad inmobiliaria. Nosotros, humanos de carne y hueso y bolsillos ligeros, fingimos participar en los entramados del poder durante las horas de domingo que dedicamos al dichoso juego, podemos saborear un placebo de poder allí, sobre la mesa, negociando con los amigos y la familia. El juego termina cuando todos los participantes se arruinan menos uno, el que mejor manejó sus posesiones.
Pero en la vida real, la que nos ha tocado, el Monopoly nunca acaba. El dinero pasa de mano en mano por cada vez que se cruza la casilla de salida, y esta casilla se pasa una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez desde que un tipo listo marcó su terreno y dijo esto es mío por primera vez, hasta hoy. Es solo que el rico se hace más rico a cada turno que pasa. Si trascendiésemos el juego a la vida real y buscásemos a una de las familias que mejor supo manejarlo, nos encontraríamos de frente con el ducado de Westminster. En su actual cabeza de familia podríamos señalar a un ejemplo vivo del señor del Monopoly, solo que en este caso no sería un hombre maduro, calzando bigotes y un bombín, sino un muchacho, un joven que no llega a la treintena, de cabellos rubios al descubierto y mejillas imberbes. Su nombre es Hugh Grosvenor, conocido por ser el mayor terrateniente de Inglaterra y dueño de una fortuna de 15.000 millones de libras.
Jugar bien los primeros turnos
La familia Grosvenor se metió en la partida durante la segunda mitad del siglo XVII, cuando el baronet Sir Thomas Grosvenor de Westminster desposó a una chiquilla de 12 años y heredó por cuenta de la misma un terreno de 200 hectáreas de pantanales y huertas a las afueras de Londres. Nada de provecho podía sacarse de esta zona de cenagales, demasiado cercanos a la ciudad para considerarlos rurales y demasiado apartados de Londres para formar parte de la ciudad. Pero ya sabemos cómo funciona el Monopoly, hace falta una dosis de paciencia antes de cosechar los frutos. Aunque Sir Thomas Grosvenor no tuvo la oportunidad de saborear las ganancias de su grimoso matrimonio, sí lo hicieron sus descendientes, los que siguieron la partida tras de él, que pasaron de baronets a marqueses y de marqueses a duques, sumando tierras y poder a cada nuevo título que recibían.
El primer pelotazo vino en el siglo XIX, cuando el Palacio Real de Buckingham fue remodelado y ampliado hasta rozar algunas de las posesiones Grosvenor, multiplicando su valor hasta límites insospechados. Se drenaron los humedales, comenzaron a construirse viviendas en el terreno. Londres, pequeñaja durante el medievo, creció sin remedio, superó los límites del Palacio Real (que había estado fuera de la ciudad) y superó los límites de las tierras Grosvenor mientras los descendientes de Sir Thomas, ya duques, se sumergían entre las familias más importantes de Gran Bretaña. El humedal de los Grosvenor pasó a llamarse el barrio de Belgravia y el pantanal, el barrio de Mayfair. Ambos conocidos por albergar las zonas y edificios más lujosos de la capital londinense. Para hacernos una idea de los precios que se manejan sobre el terreno, el coste medio de una casa en Belgravia merodea en torno a los 6 millones de euros, mientras que Mayfair hace de sede para numerosas embajadas, multinacionales millonarias y hoteles de lujo.
Es evidente que la totalidad de estos barrios no les pertenece, sus terrenos se cruzan con los de otros nobles como podrían ser la familia Rothschild o la familia Portman, ambas amplias beneficiarias del crecimiento londinense. Pero cuando hablamos de una ciudad donde poseer 45 hectáreas supone ser dueño de 68 calles y cerca de 500 edificios, y se calcula que el duque de Westminster posee en torno a 120 hectáreas, no hace falta ser un genio de las matemáticas para adivinar que esta familia se ha pasado el juego del Monopoly.
Por encima de la reina de Inglaterra
Es bien conocido que el poder de la nobleza ha residido a lo largo de la Historia en sus bienes terrenales. Cuánto más poderoso el noble, más tierras estarían bajo su poder. Por esto se supone que el noble más poderoso de un país, el rey o la reina del mismo, sea a su vez quien más territorios posea. Pero la práctica se aleja de esta teoría cuando la reina Isabel II de Inglaterra posee nada más que un 0,03% del Reino Unido (que ya se dice poco) mientras el duque de Westminster es propietario de un desorbitado 0,22% del país. Lo que significa un total de 53.800 hectáreas. Siete mil menos de lo que ocupa la ciudad de Madrid. Dicho de otra manera y para que todos nos entendamos: una barbaridad.
4.600 hectáreas en Eaton Estate y donde se agrupan un puñado de localidades, además de 4.000 dedicadas al cultivo. 9.500 hectáreas en Lancanshire; 39.000 hectáreas de bosque en Escocia, y así sucesivamente. El secreto del dinero reside en este caso en la alianza que existe entre las constructoras y las familias nobiliarias en Inglaterra. Por norma general, cuando una empresa decide construir en los terrenos de los Grosvenor (o cualquier otra familia), se firma entre ambas partes un contrato de alquiler por 99 años. Quien utilice las residencias pagará un alquiler a la inmobiliaria y esta, a los nobles. Pasado el siglo, la propiedad vuelve íntegramente a los nobles y cualquiera que desee residir en sus terrenos deberá pagarles el alquiler a ellos, directamente. Esto hace que si alguno de nosotros visitase Londres y buscase alojamiento en una zona de moda, lo más probable es que estuviésemos engrosando los bolsillos de alguna de sus familias dueñas.
Esto explica que la familia Grosvenor sea la séptima más rica de Inglaterra. Y no terminan aquí sus propiedades. Bastaría visitar La Garganta, un latifundio descomunal de 15.000 hectáreas situado entre Ciudad Real y Córdoba (conocido por ser una de las mejores fincas de caza en Europa) para conocer sus terrenos en suelo español. Discutiremos mucho sobre Gibraltar en manos inglesas, pero ese minúsculo pueblo andaluz no llega siquiera a las 600 hectáreas... calderilla para el duque.
Más de 1.500 propiedades en 60 países diferentes, capaces de otorgar un beneficio de 15.000 millones de libras si se tienen en cuenta los activos que generan. Hong Kong, Vancouver, Estocolmo, Shanghái, Lyon, Tokio, las inversiones inmobiliarias del ducado de Westminster atraviesan el mundo entero, incluso los edificios más representativos de Londres reciben su nombre. Como es el caso del Palacio de Westminster, sede para el Parlamento británico, o de la Abadía de Westminster, lugar señalado para coronar a los reyes de Inglaterra y enterrarlos después.
Hugh Grosvenor, séptimo duque de Westmister
¿Y quién será el dueño de tamaña fortuna? Entra nuestro señor del Monopoly particular, el imberbe, el que no puede calificarse siquiera de treintañero, un joven educado en la escuela pública donde los nobles ingleses son prácticamente inyectados en la prestigiosa Eaton. Un duque que heredó de su padre una fortuna de 13.100 millones de libras en el año 2016 y que, año a año, casilla de salida tras otra, ha aumentado en dos mil millones sus estrafalarios números. Porque estas cantidades son estrafalarias y ningún otro adjetivo merecen.
Poco puede decirse de él, tan joven como es. Tiene una novia como el resto de los mortales, una relación afectuosa con su madre, la duquesa viuda, su nombre salió por primera vez a la luz tras organizar una fiesta de 6 millones de libras, posee inversiones por un valor de 200 millones en Madrid y es padrino del primogénito de Guillermo de Inglaterra, es decir, es padrino del futuro rey de Inglaterra.
En realidad resulta asombroso. Que un pantanal a las afueras de Londres, útil para nada más que alimentar a los cochinos, propiedad de un noble de tercera división y con gustos sexuales alarmantes, haya terminado por cimentar el imperio inmobiliario más poderoso de Inglaterra. Fue la mejor jugada jamás registrada en el Monopoly.
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