Opinión
Eutanasia: ¿Una buena muerte?
La sociedad sigue tomando un atajo pues, en vez de garantizar la ayuda, consuelo, alivio y compañía al enfermo, accede a acabar con su vida si éste la da por vencida. Cuando el acceso sistemático a los programas paliativos profesionalizados está aún limitado en la práctica para muchos en España, aprobar la eutanasia es una grave contradicción política y social
Como médico convivo con el misterio del sufrimiento y el dolor humano, estudiando, evitando, mitigando, y acompañándolo desde hace unos 30 años. ¡Cuántas veces he ayudado a limitarlo en el momento de la muerte, inevitable!
El sufrimiento y la experiencia del sinsentido forman parte de la vida del hombre, no la hace menos digna. Es el combate más humano, el misterio más hondo al que nos enfrentamos, al que nadie puede sustraerse. Acabar con el dolor es una utopía. Luchar contra él, aliviarlo, evitarlo, comprenderlo, y convivir en armonía con él, una obligación y una necesidad. Es el fundamento explícito de muchas actividades y profesiones, como la Medicina. Pero esta guerra la libramos todos juntos. Nadie viaja completamente solo. Sí, cada uno es libre, responsable ante sí mismo y ante los demás y, al mismo tiempo, esencialmente dependiente de otros desde que nace hasta que muere. Nadie atisba la felicidad por sí mismo.
En marzo de 2021 el Congreso de los Diputados aprobó la Ley de Eutanasia, que entró en vigor el 25 de junio de ese año. La sociedad respiraba aliviada. Por fin la palabra compasión entra en el diccionario social y político. No celebrar la llegada de esta ley sería casi sinónimo de sadismo, pues sitúa al opositor a la misma en un grupo marginal, que pareciera disfrutase con el sufrimiento ajeno. Esta sutil manipulación de los argumentos reduce y anula el debate a posiciones demagógicas irreconciliables.
Los defensores de la propuesta, algunas asociaciones de enfermos y sus familias, que merecen todo el respeto y consideración, han encontrado el apoyo de ideólogos y estrategas que desde un buenismo moral convierten un problema complejo en una simpleza, y lo han hecho bien. Convencen mediante un silogismo sencillo a una gran mayoría de gente de buena voluntad, que quiere que la gente no sufra. Twitter y las demás redes sociales ayudaron, pues en 140 caracteres apenas caben más argumentos. En resumen, estamos de acuerdo: No queremos sufrir.
El enunciado de la ley ocupa unas pocas líneas; todo lo demás es reglamentación y procedimiento: Se reconoce el derecho de una persona a solicitar y recibir la prestación de ayuda para morir, si padece una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante en los términos establecidos por la Ley. Extraigo del texto legal: "Padecimiento grave, crónico e imposibilitante: situación que hace referencia a una persona afectada por limitaciones que inciden directamente sobre su autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no pueda valerse por sí misma, así como sobre su capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para la misma, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable. En ocasiones puede suponer la dependencia absoluta de apoyo tecnológico". "Enfermedad grave e incurable: la que por su naturaleza origina sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable, con un pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva".
Son legión los candidatos que cumplen esos requisitos. Con el carácter español, pronto podríamos ser líderes mundiales en eutanasia. Daremos ejemplo al mundo de cómo acabar con la horrible lacra del dolor sin sentido. De sin sentido va la cosa.
Con tantos padecimientos crónicos e irreversibles que asolan al ser humano, ¿cuál será la frontera de lo que se considere sufrimiento intolerable que justifique acabar con la vida del que lo padece y pida su final? ¿una paraplejia? ¿la amputación de un miembro será suficiente? ¿el diagnóstico de una demencia? ¿la secuela de un ictus? ¿una depresión grave? ¿una dolorosa artrosis?... Aún más: Manteniendo la fundamentación de la ley, y siendo consecuentes con ella, aunque por ahora se precisa el consentimiento de la persona enferma, que ha de tener reconocida la capacidad legal para solicitarla, en un futuro próximo imaginable ¿cuándo permitiremos la eutanasia de las personas incapacitadas, o los menores tutelados enfermos o discapacitados, a solicitud de sus padres o tutores legales, si éstos considerasen intolerable su dependencia irreversible? Esto ya se practica en Holanda, donde llevan unos años con la eutanasia legalizada. Es una de las características de la llamada "pendiente resbaladiza" (o “coladero” en castellano sencillo) de este tipo de leyes.
La simplificación del texto esconde algunas contradicciones: Se contempla a la persona sufriente como un ser aislado y con autonomía absoluta para decidir sobre su vida. Esta pretensión, que no tiene en cuenta la necesaria participación de los otros en mi proyecto vital, niega la verdad de la persona como ser social. Si bien es verdad que la reducción del hombre a su dimensión colectiva subyace a las mayores atrocidades cometidas contra él, endiosar al individuo va también contra su naturaleza. Y abandonar a su suerte a quienes sufren, un signo grave del deterioro de una civilización.
En este mes en el que se ha celebrado el Día Mundial de los Cuidados Paliativos el pasado 14 de octubre, la sociedad sigue tomando un atajo pues, en vez de garantizar la ayuda, consuelo, alivio y compañía al enfermo, accede a acabar con su vida si éste la da por vencida. Cuando el acceso sistemático a los programas paliativos profesionalizados está aún limitado en la práctica para muchos en España, aprobar la eutanasia es una grave contradicción política y social. El día en que la provisión de cuidados paliativos se generalice, y nadie tenga dudas sobre su disponibilidad y eficacia, quizás entones, y sólo entonces, habría que sentarse a discutir si fuese necesaria alguna ley de eutanasia, y en qué contextos. Ello obligaría a una redacción cuidadosa y bien justificada de la realidad que se quisiese regular, y en ningún caso sería simple. De ello da buena cuenta el extenso y matizado informe de 74 folios que publicó en octubre de 2020 el Comité de Bioética de España, que el legislador ninguneó.
Los tiempos marcados por la ley asustan: Apenas quince días para confirmar la intención bastarán… Cuando una herida leve tarda más que eso en cicatrizar, estremece pensar en el lento proceso mental, psíquico, familiar y social que conoce cualquiera que se haya enfrentado a una enfermedad grave, crónica, limitante o incurable. ¿Cuántas posibilidades creativas y experiencias de plenitud humana quedarán abortadas por esta prisa?
¿Qué decir del uso emocional, mediático y reduccionista, de algunos casos terribles (con todo el respeto para la historia cada uno, que en paz descansen, cuyo dolor merece la máxima consideración), que ha servido de yesca para encender la hoguera de la eliminación a la carta de tantos otros que, arrinconados por el sufrimiento, deseen acabar con él "como sea"? Evidentemente, uno puede desear terminar la vida al pasar por una situación extrema, algo comprensible, es una experiencia humana, y tantas veces no se ve otra salida. Siempre hemos asumido colectivamente, hasta la OMS lo reconoce, que al suicida hay que protegerlo de sí mismo, y se deben movilizar todos los recursos posibles para evitar el trágico desenlace. La tasa de suicidios es inversamente proporcional al nivel de desarrollo humano y solidaridad de un país. Ahora, sin embargo, la sociedad española tendrá la obligación de empujar desde la cornisa al que, atravesando el oscuro túnel del dolor, pida acabar con su vida, aunque eso sí, sin hacerle daño, y a cargo del Estado. Y el caso será anotado como muerte natural. Tirar la piedra y esconder la mano.
Mención aparte merece la consideración de eutanasia y suicidio asistido como un acto médico. Llevando el argumento al sarcasmo, estaría más conforme si la ley dispusiera la creación de un nuevo cuerpo de funcionarios o técnicos "eutanasiadores" (bastaría un módulo de unas horas de formación, y unas prácticas con maniquíes de simulación, pues ni con animales enfermos les dejarían ensayar las asociaciones de defensa de la dignidad animal). La eutanasia nunca fue misión de los médicos, por más que haya algunos que la defiendan. La prohíben los códigos deontológicos, y sin ellos no tendría sentido hablar de profesión, nuestro arte sería un oficio más. Somos profesionales al servicio de la vida y la salud, no para la muerte.
Por si alguien alberga alguna duda, para ayudar a bien morir a los pacientes que ya se están muriendo no nos hace falta esta ley. Los médicos ya lo hacemos, desde siempre, mediante la adecuación de los esfuerzos diagnósticos y terapéuticos, evitando la obstinación o "encarnizamiento" y mediante los cuidados paliativos, que incluyen la sedación terminal en muchos casos. Hacerlo bien, en su momento y de la manera adecuada supone una de las mayores satisfacciones en el trabajo clínico, de ello saben muchos familiares a los que les queda, en el dolor de la pérdida, el consuelo de haber contado con un médico comprometido con el enfermo hasta su final. Cuando alguna vez un médico se extralimita en su aplicación, la sociedad entera sufre una dolorosa quiebra de la necesaria confianza en sus profesionales. De esto hemos tenido experiencias recientes en nuestro país.
Para ayudar a morir con dignidad al paciente que ya muere inevitablemente por su enfermedad no son necesarias más leyes que las que ya están vigentes. Y aquí está el meollo: El objetivo principal de esta ley de falsa compasión no consiste en ayudar a morir con dignidad al que ya se muere, sino a matar con coartada legal a quien no está muriéndose, pero no ve otra salida posible a su intolerable limitación o dependencia. Y puesto que nadie desea ese sufrimiento, el reto es encontrar juntos caminos para hacerlo asumible, aunque seguramente serán más complejos, costosos y comprometidos socialmente. La ley anestesia a la sociedad respecto al dolor ajeno, extirpándolo de la vida social. No veo nada solidario en ello. Se creará un nuevo dolor, más fino, un dolor moral, el característico de la banalidad del mal.
Vuelvo al principio: El valor que subyace a la ley es la compasión. Pero la ley ha subvertido el lenguaje. ¿Quién es el protagonista de cada acto de compasión? No es el malherido por la vida, abandonado en la cuneta, moribundo y dejado a su suerte; es el que se ocupa de él. Y este no ofrece al herido, quién sabe con qué daños físicos o psíquicos irreparables e intolerables, una "solución final" sino agua fresca, aceites, vendas, bálsamos, una cabalgadura, una posada, una cama limpia donde reposar, y los cuidados de un profesional, asumiendo todos los gastos. La compasión no puede acabar con el sufrimiento, menos aún con la vida del pobre hombre sufriente, sino que moviliza los recursos necesarios para ayudar al herido, compartir su experiencia y así buscar juntos sentido a su dolor. No sabemos el final de la historia del buen samaritano, quizá el malherido murió finalmente, pero eso no viene al caso pues todos moriremos algún día. Lo que es seguro es que moriría atendido con la dignidad que merece un ser humano.
La ley destila un culto absoluto al individuo, paradigma ultraliberal, sin embargo es presentada y apoyada sobre todo por los partidos de centro e izquierda, adulados y seducidos por esta perversión de la palabra compasión. Y en un ejercicio de adanismo ilustrado, sus defensores hablan de un nuevo derecho, el derecho a morir, confusión semántica demagógica: La muerte no es un derecho, sino nuestro destino universal, lo que es un derecho es promover la mejor vida posible para todos, algo que ha costado muchos siglos y mucha sangre reconocer.
En una sociedad envejecida, con una epidemia creciente de discapacidades y dependencias, y en un contexto familiar inadaptado para acogerlas (familias más pequeñas y dispersas por el mundo global), los cuidados y el acompañamiento de las personas con padecimientos o limitaciones físicas o psíquicas crónicas, irreversibles (e intolerables, sí, intolerables) desbordan la capacidad de los servicios públicos, acogotados por este tsunami. El coste de la operación es inaceptable. Los recursos disponibles, siempre limitados. Y el atajo que propone la ley es magnífico: Acabemos con esta lacra, pero respetando la libertad y autonomía de los enfermos: sólo nos hace falta que nos lo pidan (faltaría más), dos veces separadas quince días.
Qué acto tan generoso, pues dejarán de ser una carga para los demás, al parecer algo indigno del ser humano. Cuánto ahorro de recursos inútiles e improductivos por cada caso así resuelto. En aras de la transparencia informativa, podría incluso ser obligado añadir un párrafo en los informes clínicos de los enfermos aludidos por la ley, detrás de las recomendaciones terapéuticas, que les recuerde el derecho que tienen a optar por la solución final, con las debidas garantías. Habrá algunos que la consideren como la salida más lógica o la única posible, o incluso hasta se atrevan a sugerírsela a otros, "dadas las circunstancias".
Termino, apenado y preocupado. Desde el respeto a la pluralidad, creo que esta ley generará más problemas de los que trata de resolver. Considero su formulación injusta, demagógica y peligrosa. Las leyes pueden configurar la realidad, no solamente responden a ella. Pueden también modelar la conciencia moral de aquellos que no distinguen entre lo bueno y lo legal, que no siempre coincide. Esta ley no nos hace mejores. Ante el misterio del sufrimiento, la respuesta más revolucionaria no es la muerte sino el amor, que ensancha el corazón e ilumina la inteligencia para hallar caminos de plenitud en las encrucijadas de la vida.
Daniel Carnevali es jefe del servicio de Medicina Interna del Hospital Universitario Quirónsalud Madrid.
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