Historias del mundo
Vidas intercambiadas
«Dos canadienses descubren a los 65 años sus verdaderas raíces»
A menudo, solemos reivindicarnos y justificarnos con la frase, «lo llevo en los genes». Es nuestra identidad. Nos viene por herencia.
El 28 de junio de 1955, dos mujeres dan a luz sendos niños en el pequeño hospital de Arborg, Manitoba, en el centro de Canadá, con dos horas de diferencia. El pequeño Eddy Ambrose crecerá en el seno de una familia que emigró de Ucrania para huir de la desintegración del imperio Austro-húngaro. Cantará canciones folklóricas en honor a la recogida de la cosecha al son del «kobza». Los días festivos, se reunirá con sus seres queridos y saborearán el pan «paska».
Mientras que la infancia de Richard Beauvais, es mucho más dura. Sus padres son Métis, antigua comunidad de raíces euro-indígenas, cuyas familias surgieron alrededor del comercio de pieles en los Grandes Lagos hace un par de siglos. Una minoría incómoda, discriminada por los distintos Gobiernos canadienses.
Beauvais creció en la pobreza y la marginación, se quedó huérfano de padre, con apenas 3 años. Su madre no podía mantenerles. Sufrió acoso y racismo. Tiene una cicatriz por la que no olvida aquel día buscando comida en un basurero. Lo criaron sus abuelos hasta que, con 8 años, los servicios sociales se hicieron cargo de él y sus hermanas. Dio tumbos por varias familias de acogida. Por fin, los Pool le dan estabilidad. Se muda a la Columbia Británica y forma su propia familia. Se integra a pesar de mantener, orgulloso, sus raíces Métis.
A los 65 años, cuando estaba a punto de hacerse un tatuaje indígena, su hija, le regaló una prueba genética. Le sale ADN polaco, ucraniano y judío. Pensó que era un error, el pescador y propietario de un negocio, intenta seguir con su vida. En paralelo, en Manitoba la familia de Ambrose se realiza un test genético y, sorpresa, a Eddy le sale que es francomestizo.
Tras los primeros días de angustia, en 2021 concluyen que debieron ser intercambiados en el hospital. Después de los reparos iniciales, ambos sexagenarios se ponen en contacto. Han vivido cada uno la vida del otro, reflexionan en una tensa conversación telefónica. ¿Qué hacer ahora? Es como si les hubieran arrancado su identidad. Es más, los dos confiesan que habrían preferido que esta verdad no hubiera salido a la luz. Simplemente, hubieran dejado que su vida siguiera su curso.
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