El ambigú
El mejor Rey para el peor momento
El Rey está obligado a sancionar las leyes que aprueba el Parlamento
Nuestro Rey Felipe VI nos brindó unas palabras con motivo de la apertura de la legislatura que deben ser calificadas como espléndidas, valientes y sobre todo muy apropiadas para el momento político que vivimos; abogó por una España cohesionada y unida para que nuestros jóvenes puedan desenvolver sus vidas y proyectar sus ilusiones, y recordó que la generación actual tiene el deber moral de proteger y conservar lo alcanzado, así como la responsabilidad de entregarlo a las próximas generaciones, deber moral que en mi opinión conmina a la clase política, especialmente a la que tiene la responsabilidad de gobierno. Reivindicó el espíritu de la transición política y no como un ejercicio de nostalgia, sino como una reafirmación de nuestras capacidades como país, cuyo principal fruto fue la Constitución, sobre la cual además de animar a su respeto y cumplimiento, apeló a honrar su espíritu. Este espíritu, que se caracterizó por la concordia que inspiró a sus autores y el ejercicio de diálogo, promovió la creación de un marco que nos ha permitido hasta ahora lograr el mayor avance político, social y económico de nuestra historia reciente. Esta Constitución es precisamente la que configura el estatuto constitucional de nuestro Rey, debiendo salir al paso de ignorantes y/o maledicentes comentarios que colocan a nuestro Rey en una posición que le permitiría evitar lo que está ocurriendo en España, especialmente con la proposición de la ley de amnistía. El Rey está obligado a sancionar las leyes que aprueba el Parlamento y no se puede plantear duda alguna al respecto. Cuando la Constitución establece que el Rey tiene entre otras funciones el ejercicio del derecho de gracia con arreglo a la ley, esto se limita a ejercer su magistratura simbólica como vértice del estado, pero no como opción o prerrogativa, sino también de forma obligada cuando así lo decide el Consejo de ministros a propuesta del titular de Justicia. El Rey, salvo en la gestión de la Casa Real, tiene un poder político inexistente, estando sometido a refrendo de una autoridad del estado, refrendo que es una propuesta a la inversa, la autoridad refrenda lo que ha pedido al Rey que ejecute en el desarrollo de sus funciones constitucionales y nada más. Cuando la Constitución le atribuye la función de árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones, no le atribuye una función de resolución de conflictos políticos, competencia exclusiva del Tribunal Constitucional, y en cuanto a la función arbitral está más legitimada en su auctoritas, dignidad y prestigio que en un genuino poder político del que carece, y por eso el Rey reina, pero no gobierna, como acontece en cualquier monarquía constitucional. Es disparatado e injusto hacerle responsable, atribuyéndole una posición de garante, de los errores de otros, que serán los que deban responder democráticamente en unas elecciones generales cuya celebración futura se nos va a antojar eterna. Quien ha decidido que se tramite una proposición de ley de amnistía es el presidente de Gobierno como condición esencial y reconocida para poder ser investido; quien utiliza este instrumento que muchos entendemos palmariamente contrario a la Constitución es el que debe responder por ello. El derecho de gracia es una potestad que busca beneficiar discrecionalmente a unos individuos en concreto respecto de las consecuencias desfavorables que les acarrea la aplicación de las normas y quien entiende incluido en tal derecho una ley de amnistía es el que debe asumir las consecuencias de ello, y no otros. Tenemos al mejor Rey en uno de los peores momentos de nuestra democracia, y ojalá algunos asumieran el espíritu del discurso del REY, pero están más empeñados en construir muros y dividir que en unir.
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