Tribuna
Antonio Resines y el espejismo del más allá
«Yo diría que por un momento la palmé, porque me vi a mí mismo sobre la camilla, y a mi padre y a mi hermano a mi lado, llorando»
El viernes, Antonio Resines me echó una mirada que no voy a olvidar. Lo había invitado a la sesión de clausura del VII Encuentro Internacional de Ocultura que se celebró la semana pasada en Zaragoza, para que disertara ante un auditorio de seiscientas personas sobre sus cuatro encuentros con la muerte. «¿Pero tú estás seguro de que quieres que hable de eso?», me preguntó una y otra vez desde que se lo propuse. Y yo, que había leído con estupefacción una declaración de su puño y letra publicada en la red LinkedIn, asentí. En ese texto, quien fuera presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España y premio Goya a mejor actor, aseguraba haber estado a punto de morir en cuatro ocasiones: a los 18 años, a los 19, a los 23 y a los 67. Una de ellas sucedió en Italia, cuando un accidente de coche lo dejó malherido de una pierna y lo obligó a recibir una trasfusión de tres litros de sangre… de un tipo equivocado.
«Casi la palmé», escribió. «Yo diría que por un momento la palmé, porque me vi a mí mismo sobre la camilla, y a mi padre y a mi hermano a mi lado, llorando».
No necesité saber más. Antonio estaba describiendo una de las etapas clásicas de una «Experiencia Cercana a la Muerte». Una ECM, como las llamó el doctor Raymond Moody hace cincuenta años en su «longseller» Vida después de la vida. Moody primero, y decenas de médicos de todo el mundo después, se dieron cuenta de que muchos pacientes en trance de muerte contaban haber pasado por situaciones idénticas. De hecho, algo como lo que Antonio juraba haber visto, llevó al doctor Sam Parnia, de la Universidad Estatal de Nueva York, a colocar monitores de televisión encarados hacia los techos de las UCIs, para que los pacientes con ECMs tuvieran la oportunidad de ver en esas pantallas imágenes que ni los médicos ni los ocupantes del quirófano pudieran. Si al «regresar» de sus trances daban cuenta correctamente de esas imágenes, tendrían una prueba de que sus conciencias se habían salido, de un modo u otro, de sus cuerpos. El experimento funcionó. Y no una ni dos veces.
Resines no sabía nada de esto. Antonio es un descreído. «Lo mío fue cosa de las drogas», dijo el viernes en el escenario de Ocultura con su tono socarrón habitual, clavándome esa mirada que parecía preguntarse qué diablos hacía allí hablando de estas cosas. Todos reímos. «Que sí. Fue culpa de las drogas, de la morfina que me dieron los médicos», insistió. «Pero, a ver, ¿tú viste o no a tus familiares y a los médicos desde arriba, desde fuera del cuerpo?», intenté reconducirlo. «Sí, sí… pero me dieron una explicación: fueron las drogas».
Antonio y yo estuvimos un buen rato discutiendo. Él no cree en fenómenos paranormales. Es un agnóstico convencido. Y aunque experimentó el fenómeno en primera persona, se resiste a reconocer que la conciencia sea capaz de tener una existencia fuera del cuerpo y, por lo tanto, admitir que pueda haber alguna clase de supervivencia de ésta cuando el cerebro se apaga. También divagamos sobre las alucinaciones que sufrió durante los cuarenta y ocho días que permaneció ingresado por culpa del covid, en 2021, y que vinculó de nuevo a la ingesta de psicofármacos. «Todo está en el cerebro», se defendió.
Pero a ese debate –enriquecedor a la par que divertido– debí sumar un factor que no saqué a la palestra: el testimonio de las miles de personas que han descrito «salidas del cuerpo» como las suyas, sin necesidad de morfina ni de accidentes. Muchas las han experimentado tras entrenarse como meditadores, o en ambientes de recogimiento místico, o en circunstancias de privación sensorial severa. Médicos como el Dr. Moody sospechan que podrían formar parte de un proceso de adaptación biológico a una muerte probable, al que a menudo se suman sensaciones como zumbidos o músicas «celestiales», la impresión de ser succionados hacia un túnel de luz, el consuelo de ser acompañados por familiares o amigos que han muerto antes, e incluso la presencia de un «ser de luz» o entidad de profunda presencia.
«Nada, nada, Javier… ¡Todo está en la cabeza!», zanjó Resines. Y el público, que llevaba dos días oyendo hablar a psiquiatras y comunicadores sobre lo coherente de las ECMs y lo prometedoras que resultaban para estudiar un probable «más allá de la vida», lo miraron estupefactos.
A su intervención le siguió la de su amiga Belén Rueda –con quien compartió cartel en series tan queridas como Los Serrano–, y que se declaró mucho más abierta que él. Para Belén, no solo esas experiencias indican que los humanos somos más que carne, huesos y química, sino que, a veces, es posible también sentir la presencia de las conciencias de los que se han ido. Lo descubrió con las investigadoras del Grupo Hepta, un colectivo creado en 1987 por el sacerdote jesuita José María Pilón para estudiar anomalías paranormales, durante el rodaje de Fenómenas (Netflix, 2023).
Por un momento, el público de Ocultura valoró con qué carta quedarse. Pero, al fin, nadie discutió que algo pasa cuando estamos en trance de muerte. Algo que parece indicar la existencia de ese «más allá». Si es un chispazo neurológico o un atisbo de trascendencia, será algo que tendremos que resolver… a ser posible en este siglo de increíbles avances médicos.
Javier Sierraes escritor, premio Planeta de novela y director de los Encuentros Internacionales de Ocultura.
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