El ambigú
Acatar o atacar la Constitución
La Constitución, se piense lo que se piense de la misma debe ser acatada, y sobre todo cumplida
Una nueva sesión constitutiva de las Cámaras legislativas nos ha dispensado una pléyade de fórmulas de juramento o promesa de nuestra Constitución que bien merecen algún comentario. En el Congreso de los Diputados, la rutilante nueva presidenta, ante las quejas de dos de los partidos que componen la Cámara aseguró que estas pintorescas fórmulas son conformes con el reglamento de la Cámara y la doctrina del Tribunal Constitucional. En este sentido, el artículo 4 del Reglamento del Congreso, una ley a pesar de su denominación, establece que «El presidente electo presentará y solicitará de los demás diputados el juramento o promesa de acatar la Constitución». Esto es, lo que tienen que hacer los diputados es jurar o prometer acatar la Constitución, nada más y nada menos; recordemos que el término acatar significa aceptar y cumplir una norma u orden.
No son nuevas estas coletillas, ya en la década de los ochenta algunos diputados acataban la Constitución añadiendo la expresión «por imperativo legal»; la Sentencia 119/1990 amparó a un diputado al que no se le permitió tomar posesión de su cargo por utilizar esta locución, y partiendo de la total licitud constitucional de la exigencia de juramento o promesa de acatamiento a la Constitución para tomar posesión del cargo, establece que la obligación de prestar juramento o promesa de acatar la Constitución no crea el deber de sujeción a ésta, que resulta ya de lo que dispone su art. 9.1, y concluye que la Constitución no antepone un formalismo rígido a toda otra consideración, porque de ese modo se violenta la misma Constitución de cuyo acatamiento se trata, olvidándose del mayor valor de los derechos fundamentales (en concreto, los del art. 23), y por ello se haría prevalecer una interpretación de la Constitución excluyente frente a otra integradora.
En la reciente sentencia 65/2023 el caso es diferente, se recurre la decisión de la presidenta de la Cámara dando por válido estas pintorescas fórmulas de acatamiento, y rechaza el recurso no sobre la base de considerarlas plenamente lícitas, sino que tal decisión no afectó a derecho alguno de los diputados recurrentes. Es cierto que, en una democracia no militante, como la nuestra, no se obliga a creer en la Constitución, ni a adherirse a la misma de forma ideológica, pero sí a su acatamiento y cumplimiento como cualquier ciudadano, puesto que la propia Carta Magna establece por igual la sujeción de los ciudadanos y los poderes públicos. Con esta jurisprudencia todo queda en manos de la Presidencia de la Cámara que es la que debe interpretar el precepto reglamentario, mas en mi opinión, la imagen ofrecida esta semana en el Congreso con tan absurdas fórmulas de acatamiento, no está tan incardinada en un contexto de pluralismo político al que se refiere el alto tribunal, sino de un auténtico escenario de disolución del estado español y en definitiva de España. No cabe duda de que estamos no sólo ante fórmulas que en muchos casos conllevan una reserva mental con un frágil acatamiento a la Constitución, donde además de aspirar a la superación de aquella, se está buscando y pergeñando un escenario peligroso e incierto.
La Constitución, piense lo que se piense de la misma debe ser acatada, y sobre todo cumplida, y en ello, nos vemos obligados a confiar en el Tribunal Constitucional, porque la expresión de que el papel lo aguanta todo no es cierta, el papel del alto tribunal puede convertirse en un papelón que arrastre su imagen durante mucho tiempo. El principio de que el Parlamento lo puede todo ya hace mucho tiempo que fue superado; por encima del Parlamento está la Constitución, incluso para su reforma.
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