Narcos
Una historieta de apaches y narcos
López Obrador trata de cargar un «crimen de Estado» al partido rival
Ha llovido algo desde que mi hermano Jaime y yo recorrimos las sierras de Sonora y Chihuahua tras el rastro de los últimos apaches. Buscábamos el otero de Tres Castillos, donde el coronel Joaquín Terrazas, auxiliado por una sección de indios tarahumaras al mando de Mauricio Corrales, acorraló a la partida del jefe Victorio, mujeres y niños incluidos. Era octubre de 1880 y el combate terminó con la muerte de Victorio y 77 de sus hombres, y la servidumbre de sus familias. Pero sobrevivió Jerónimo y esa circunstancia nos llevó hacia la sierra sonorense, próxima a Agua Prieta, donde el mitificado guerrero, que acabó vendiendo fotos a los turistas en una reserva norteamericana, había hecho de las suyas y conseguido burlar a la caballería gringa.
En esos días, en Agua Prieta, acababan de hallar el cadáver, molido a palos, de un colega, Saúl Martínez. Un crimen muy mexicano. El pobre Saúl había intentado pedir ayuda en la Comisaría, pero el guardia se negó a abrirle la puerta. Los sicarios lo cogieron y lo metieron a la fuerza en una camioneta. Allí, frente a la cristalera, con la puerta del conductor abierta, quedó la furgoneta de Saúl. Meses después, asesinaron al comisario de Agua Prieta, Ramón «Tacho» Verdugo, también a las puertas de la Comisaría, que no es que trabajara para el narco, es que él mismo era el jefe local del cártel de Sonora. Luego vino la «guerra grande» y los cadáveres, los que se dejaban tirados en las calles a modo de aviso, se amontonaban en las morgues. Otros, simplemente, desaparecieron en narcofosas, disueltos en ácido o como pasto, literal, de los buitres.
El caso es que la Justicia mexicana se quitó de encima la muerte de Saúl por el muy mexicano procedimiento de endosársela a su ex mujer, decían que por una disputa sobre el pago de la pensión. Fue tan burdo que nadie se lo creyó, pero el primer golpe mediático lo habían parado. Después, ya no hizo falta. Matar periodistas se convirtió en algo cotidiano y las autoridades, desbordadas por el baño de sangre general, siempre podían insinuar por lo bajinis «que algo habrían hecho». En México, la impunidad alcanza al 80 por ciento de los delitos y, créanme, de los que se dan por resueltos no estaría yo tan seguro.
Ahora, el gobierno de Manuel Andrés López Obrador, senil izquierdista, bajo cuyo mandato se están batiendo todas las marcas de asesinatos, ha detenido al ex fiscal general Jesús Murillo Karam, vinculado al anterior ejecutivo del PRI, y principal investigador de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, con toda seguridad, asesinados por el cartel de «Guerreros Unidos», porque, en una de sus habituales marchas de protesta, se habían incautado de un autobús cargado de drogas. Con Murillo han sido detenidos mandos militares y decenas de policías locales y federales. La nueva tesis oficial es que se trató de un crimen de Estado, con lo que se desactiva políticamente al anterior presidente, Enrique Peña Nieto, el principal adversario de López Obrador. El problema es que nunca sabremos qué ocurrió con los estudiantes, salvo que nunca los volveremos a ver con vida, como, por cierto, sucede con otros 100.000 mexicanos, a los que se considera oficialmente desaparecidos. Tal vez, cuando López Obrador deje de tocar las narices con la Conquista y lo malos que fueron los españoles, pueda ocuparse de esos pequeños asuntos, algo más actuales.
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