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El príncipe de «The Crown»

Desde hace años la historia consiste en eso: en que la gente te recuerde por la cara del farandulero que te encarnó en una ficción

Ha muerto el Duque de Edimburgo y la primera imagen que a uno le viene a la cabeza es el rostro de Matt Smith, el actor que lo interpreta en las dos primeras temporadas de «The Crown». Desde hace años la historia consiste en eso: en que la gente te recuerde por la cara del farandulero que te encarnó en una ficción. La inmortalidad ya no consiste en que los libros recojan tu nombre, sino en que Hollywood te dedique un filme con el guión de algún Dalton Trumbo. La realeza de Isabel II ha sido tan Real que relegó a su marido al tibio escenario que supone el segundo plano. La consecuencia es que hoy, fuera de Inglaterra, muchos hayan confundido la muerte del príncipe Felipe con la triste defunción que siempre implica la desaparición de un galán de la tele.

Después de tantos sainetes se desconoce si la Casa Real británica se sostiene sobre un trono con la solidez y las raíces que concede la historia o sobre esa piedra angular que es su Reina, una mujer que soporta los temporales con el mismo hieratismo que los acantilados de Dover. Su aureola siempre se ha beneficiado de esa lejanía que concede una calculada y meditada distancia con el público. Esa separación funciona como un cristal blindado contra posibles reveses. Su presencia vuelve efectivo el dicho de que es lo inaccesible y lo misterioso lo que hace lo sagrado. La figura de él, sin embargo, nunca nos ha llegado aureolada por la dignidad a prueba de escándalos de Isabel II. Probablemente porque nunca nos había llegado. Era como una discreta penumbra en una pintura.

Al Duque de Edimburgo, muchos lo han descubierto con «The Crown», sobre todo los que proceden de generaciones más jóvenes y que ya apenas reconocían quién era Lady Di. Lo malo es que se han acercado a él sin ese colchón amortiguador que proporciona el prestigio o las famas bien asentadas. Las leyendas, ya se sabe, siempre impiden un acercamiento crítico, como si la imaginación se resistiera a imprimir un arañazo en el retrato que nos habíamos formado. Si alguien no se ha tomado las molestias de forjarse un papel, un mito, lo que ocurre es que vienen otros a hacerteel personaje.

Es lo que le ha ocurrido al Duque de Edimburgo. Sin restar méritos a sus logros, que, los tuvo, su nombre llega mediatizado por «The Crown», una serie rodada a color, pero con el agrio sabor del blanco y negro. Existe en ella un fuerte predominio de claroscuros que resulta muy documental pero que no ayuda a afianzar ninguna clase de gloria. Es como si nos hubieran servido su biografía en bruto, sin filtros y sin la alabanza de biógrafos lisonjeros. Y quizá esté bien. El mundo, de vez en cuando, se merece presenciar el entierro de un hombre de carne y hueso.