Gaza
Con el Ejército israelí: "Ellos empezaron esta guerra, nosotros la acabaremos"
Los soldados israelíes esperan en la frontera con Gaza la orden para entrar en la Franja, una decisión que puede desencadenar un conflicto a gran escala en Oriente Próximo
Los soldados del Ejército israelí apostados alrededor del kibutz Be’eri hace semanas que esperan una orden cuyas consecuencias puede desencadenar un gran conflicto en Oriente Medio. Uno capaz de desestabilizar el mundo entero. Nada más entrar en el campamento, los motores de un tanque Merkava rugen como una criatura metálica antediluviana. Alrededor, el espeso humo blanco del tubo de escape se posa y alza como una niebla victoriana. Encima del grandilocuente vehículo de muerte, varios soldados del «Tsahal» montan y desmontan armas. Una acción típica de la tropa cuando espera.
Hace más de una semana que están en «alerta inminente», según indica un teniente, sonriente. Las arengas de hace unos días del ministro de Defensa, Yoav Gallant, diciendo que pronto verían Gaza «desde dentro», están en el aire. Aquí, la paz se escurre entre los dedos como la arena brillante que pisamos. ¿Qué crees que va a pasar? «No lo sé, pero Hamás está muerto», responde el oficial, encogiéndose de hombros como quitándole importancia. De momento, la bestia que es una guerra total y mecanizada no ha sacado todo el cuerpo de la sombra en la que se cobija. Poco le falta, aunque esté rodeada de un paisaje bucólico de olivos y tierra agrícola.
A unos 100 metros, otro tanque Merkava dispara hacia la franja de Gaza. El sonido es como un puñetazo en los tímpanos. Los tanquistas, aunque llevan auriculares para paliar el sonido, se los aprietan contra las orejas alzando los brazos. El obús que sale del cañón, un 120 mm, está diseñado para segar una parte considerable de lo que toque. El fin del mundo está en la punta de cualquier ojiva. El que dijo que «la guerra es la extensión de la diplomacia por otros medios», Carl von Clausewitz, no entendió nada. Los conflictos son el fin de la razón, cuando ya solo el dolor importa. Pero aquí lo consideran necesario.
«¿Qué vamos a hacer? Ellos han empezado esta guerra, nosotros la acabaremos», dice un tanquista. Viste una camiseta y los característicos pantalones verde oliva del «Tsahal», un tanto abombados por el peso de los bolsillos de las perneras a rebosar de pertrechos. Tiene las manos llenas de grasa. Parte de la cara también al secarse el sudor. Estamos a finales de octubre y en el sur de Israel el sol no perdona. El sonido del cañón del Merkava vuelve a romper el aire.
A lo largo de los caminos que serpentean el kibutz y sus cultivos, las unidades están acampadas sin orden aparente, aunque lo hay. El caos controlado de la guerra, hasta que empiece la batalla. Alternan, como todos los ejércitos profesionales, unidades de infantería y asalto con blindadas, su transporte hacia el combate, y de tanques. ¿Cuántos de ellos tienen experiencia combatiendo en entornos urbanos destruidos, como ahora está el norte de Gaza? «Estamos bien entrenados», dice un soldado que se identifica como Daniel, de poco más de veinte años, larguirucho y con barba de chivo. Pocos revelan su nombre. La orden es no hablar a la Prensa.
«No puedo comentar nada las operaciones en curso», repite, como casi todos a los que se les pregunta para buscar indicios de la invasión que, de inminente, ha pasado a estar en ciernes. En esta tierra que llaman Santa, donde una chispa puede provocar un incendio mundial incontrolable, sus caras largas, cansadas y los ojos endurecidos por la tensión de los últimos días, son el espejo de una existencia que, pudiendo pertenecer a Abel, ahora está en manos de Caín y su venganza. «Yo quiero que termine, claro, pero primero hay que acabar con todos los terroristas. Todos, tengan la edad que tengan». Otra consigna. Sin embargo, Daniel lo dice con convicción.
Más delante, cuatro bulldozers militares Caterpillar D9, tan altos como una casa, están aparcados sobre la arena fina y desértica que rodea el enclave salpicado de arboledas e invernaderos. Los bulldozers sirven para demoler edificios durante el combate urbano, si lo que se quiere es planchar una ciudad para dejarla lisa y desaparecida. Alrededor de la zona de estacionamiento, cada vehículo de transporte M113, Humvees militares con sus artilleros pegados a las ametralladoras, ambulancias o coches civiles que pasan levantan una nube amarilla que se te mete en la garganta.
Hay una gran cantidad de reservistas. Gente que hace poco más de una semana tenía una vida normal, con su trabajo y horas. Una existencia mundana, con sus problemáticas, pero no esperando enfrentarse a las balas. Desde este lugar de ruidos de maquinaria, chirridos de las orugas de los tanques, helicópteros sobrevolando, el zumbido de mosquito de los drones, las voces dando órdenes mezcladas con el rumor de la soldadesca, la ciudad de Tel Aviv, donde la vida va volviendo a la normalidad, aunque muchos comercios siguen cerrados, parece un sueño lejano; una bruma que, sin embargo, está bastante cerca. A tan solo 89 kilómetros, unos 50 minutos en coche. «Tengo que luchar por mi país y mi familia», dice un soldado raso mientras está echado bajo un árbol.
Y los del otro lado, deben creer lo mismo, ¿verdad? «No lo sé, no me importa. No quedará ni uno vivo». La guerra es terreno abonado para la rabia. La revancha es un tema presente y recurrente. Cuando un Ejército de 350.000 hombres está parado, la moral es tan importante como el constante engrasado de las armas. «¡Prensa, prensa!», dice, con cierta mofa, un soldado que está haciendo eso, de la misma unidad que el anterior. Delante suyo otro compañero, ajeno a todo y todos, mira el teléfono móvil con las piernas colgando de un vehículo verde oliva lleno de mochilas de combate, munición y armamento.
Con todo detenido hasta nueva orden, la base vive en un limbo entre la espera aburrida, tensa, con demasiado tiempo para pensar, y la espada de Damocles del que podría ser el infierno de la lucha sin cuartel, calle a calle, mortífera, que les espera a los que entren en combate, si llega ese momento de desgracia para Oriente Medio. El Ejército, en un comunicado a la Prensa, aseguró que tienen que «ser pacientes»; que, si hay ataque, sucederá cuando «la ventana sea óptima». No obstante, la demora ha relajado las actitudes y muchos oficiales hacen la vista gorda ante un poco de parloteo con la Prensa, ahora tan parte de la guerra como las balas, y restringida a campar por su cuenta. Pero todo tiene un final.
Un oficial con cara de palo detiene la conversación. Esta confrontación armada, como todas, está llena de barreras. Mientras, el diablo se frota las manos porque la escalada podría engullir a la región y arrastrar a países como EE UU a involucrarse contra el gran rival y espónsor de Hamás: Irán. Además, ¿cuánto del mundo musulmán se vería lanzado a la Yihad? Las preguntas se amontonan, las respuestas parecen el polvo que cubre la zona infestada de militares que van a tener que ir a un lugar donde la muerte y las heridas horrendas son para siempre. Un Humvee lleno de soldados ondeando una bandera israelí se detiene frente a la puerta del kibutz. En el interior, uno de ellos hace el signo de la victoria. ¿Estará vivo dentro de unas semanas? La cuenta atrás para un escenario de pesadilla sigue activada.
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