Persecución
La Iglesia de Nicaragua, condenada al infierno sandinista
El arresto domiciliario del obispo de Matagalpa rubrica los ataques de Ortega a los religiosos por exigir el fin de la dictadura
Daniel Ortega ha emprendido una de las persecuciones contra la Iglesia más voraces de cuantas se recuerdan en América Latina. Prueba de ello es que en la madrugada de este viernes detenía por primera vez a un obispo desde que el sandinista retornó al poder en 2007. Se trata de un arresto domiciliario por organizar “grupos violentos” al que se está sometiendo tanto al prelado Rolando Álvarez, como cinco sacerdotes, dos seminaristas y un periodista gráfico, tras permanecer 15 días confinados en el obispado de Matagalpa, situado al norte de Nicaragua. A Álvarez se le presenta como el enemigo público número uno del régimen por sus críticas a Ortega, cuando en realidad es un aviso a navegantes para toda la Iglesia, a la que considera una organización “terrorista” como responsable de alentar las movilizaciones ciudadanas de protesta.
De 55 años, este obispo está en el punto de mira del régimen desde 2015, cuando promovió una marcha contra el sandinismo hasta la fecha a costa de un proyecto minero que se tuvo que cancelar. En 2018, acogió en sus parroquias a cuantos salieron a las calles en las manifestaciones más multitudinarias del país que acabaron con una cruenta represión. A partir de ahí, aunque ha medido sus palabras, nunca se ha callado hasta que hace dos semanas la policía le impidió celebrar misa en la catedral y, en acto de rebeldía, salió en procesión con el Santísimo a predicar por las calles de Matagalpa, la chispa que enfureció al presidente.
“Si bien su condición física esta desmejorada, su ánimo y espíritu están fuertes”, explica el cardenal de Managua, Leopoldo Brenes, que ha podido visitar al obispo y que es uno de los pocos interlocutores con Ortega, lo que le ha puesto en el disparadero de las críticas de los propios católicos nicaragüenses.
“Esperamos que la razón, así como el entendimiento respetuoso, abran camino a la solución de esta crítica y compleja situación para todos”, confía Brenes.
Tal es la arbitrariedad del suceso que ha sido calificado literalmente de “secuestro” por parte del presidente del Episcopado español, el cardenal Juan José Omella, en una carta en la que exige “la libertad” no solo del pastor, sino “de todo el pueblo de Nicaragua”. Hoy se espera que, en el transcurso del rezo del ángelus, el Papa refuerce este argumento con un golpe sobre la mesa ante el órdago sandinista frente al guante blanco con el que ha apostado hasta ahora la diplomacia vaticana ante la deriva dictatorial de Nicaragua.
Y es que, hasta la fecha la Santa Sede ha evitado un enfrentamiento directo y así permitir que sacerdotes y religiosos pudieran continuar con su lucha cotidiana contra la pobreza, apostando por una denuncia explícita de la crisis social y económica, deslizando críticas implícitas a la ausencia de derechos y, sobre todo, concienciando al pueblo nicaragüense a pie de obra de defender sus libertades. En Cuba, esta táctica ha permitido a la Iglesia ir ganando terreno con espías en cada parroquia y en Venezuela, resistir a pesar de un hostigamiento constante al clero.
Este perfil bajo eclesial llevó a Francisco a sacar del país al obispo carmelita Silvio Báez en abril de 2019. Los ataques verbales del religioso directos a Ortega no fueron vistos con buenos ojos por Roma, pues consideraban que le ponían en peligro a él y a la labor pastoral de la Iglesia. Durante un tiempo, rebajar los decibelios también permitió al clero trabajar con mayor holgura y continuar con su labor de mediación en un país fracturado.
Liberación de 150 presos políticos
Sin embargo, 2022 ha marcado un punto de inflexión para el Gobierno, con un contraataque insaciable. A Ortega le enervó que los obispos le exigieran en Navidad la liberación de 150 opositores presos, entre ellos, los siete aspirantes a las elecciones presidenciales encarcelados. Engrandecido por su cuarto mandato presidencial tras los fraudulentos comicios del pasado noviembre, comenzó a celebrar su victoria condenando al infierno a la Iglesia con una medida de gracia: retirar al nuncio Waldemar Stanislaw Sommertag su calidad de decano del Cuerpo Diplomático. Era solo la antesala para retirarle el plácet este marzo, o lo que es lo mismo expulsar al embajador vaticano destinado desde 2018 y pieza clave desde entonces en la infructuosa Mesa de Diálogo entre el Gobierno y la oposición que la Iglesia ha intentado reflotar una y otra vez.
Tras este desplante institucional, en mayo, a través de la Asamblea Nacional controlada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional, decidió comenzar a prohibir centenares de asociaciones como sospechas de traición, entre ellas, varias vinculadas a los jesuitas. El salto cualitativo tuvo lugar en julio, cuando se expulsó del país a las 18 misioneras de la Caridad, la congregación fundada por la madre Teresa de Calcuta, presentes desde hace 40 años. El argumento irrisorio utilizado contra ellas fue haber quebrantado, entre otras normas, la Ley Contra el Lavado de Activos, el Financiamiento al Terrorismo y el Financiamiento a la Proliferación de Armas de Destrucción Masiva. Además, el Ejecutivo se sacó de la manga irregularidades en las donaciones, ausencia de papeles para funcionar como guardería, orfanato y asilo de mayores, y una junta directiva integrada en exclusiva por extranjeras.
Ortega echaba precisamente a una congregación religiosa que no se distingue por sus pronunciamientos públicos incómodos -como sí pueden hacerlo la propia Compañía o los salesianos-, puesto que las misioneras de la Caridad rehúyen de cualquier presencia mediática en Nicaragua o en España.
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