Lo importante es participar
Rafa Pascual, la locomotora que no arrastró ningún vagón
El voleibol español dejó pasar la oportunidad de crecer a la estela de la que fue una estrella mundial de su deporte entre los dos milenios
El voleibol es el único deporte colectivo que no ha dado a España ninguna medalla olímpica, si excluimos al béisbol con sus entradas y salidas del programa o al recién implantado rugby 7, que apenas si ha estado en dos ediciones. En fútbol, hockey, baloncesto, waterpolo y balonmano, las delegaciones nacionales llevan subiendo al podio desde Amberes 1920. No así en el antes denominado balonvolea, que sólo se ha clasificado en dos ocasiones desde su implantación en Tokio 1964. Y eso, pese a contar con Rafael Pascual Cortés, uno de los más fabulosos jugadores de la historia de la disciplina.
Madrileño de la quinta de 1970 y formado en los Salesianos de Atocha, desde donde saltó al (semi) profesionalismo en la legendaria Asociación Cultural y Deportiva Bomberos, Rafa Pascual pertenece a la segunda generación de pioneros del deporte nacional y, como pasa con Manel Estiarte en el waterpolo, a él se debe casi en exclusiva la propulsión del voleibol español a la escena mundial. De hecho, comparte con el catalán el mérito de ser el deportista con más internacionalidades: Pascual jugó con España 537 partidos oficiales que le permiten figurar como segundo en una lista que encabeza Estiarte gracias a sus 580 encuentros.
El joven Rafa ya se había ganado fama de eficaz atacante de punta y transitaba entre Palma y Almería, las dos capitales del vóley español, cuando fue seleccionado para Barcelona 92, donde España debutaba en unos Juegos en su condición de anfitriona. El inexperto equipo nacional tuvo el mérito de clasificarse para cuartos, con victorias de mérito ante potencias como Japón o Francia y, pese a cerrar el torneo con tres derrotas, ganó un diploma olímpico gracias a un más que honorable octavo puesto. Ocho años más tarde, cuando ya Pascual era una celebridad reconocida en los cinco continentes por apodos tan raciales como «El Toro» o «El Macho» –su atractivo físico lo convirtió en un cotizado modelo publicitario– España participó en los Juegos de Sídney.
La selección estaba liderada por una superestrella que había arrasado en los campeonatos de Japón e Italia y que, en 1998, fue nombrado mejor jugador del Mundial. La victoria en el durísimo Preolímpico de Atenas era una promesa de competitividad en las antípodas donde, a la hora de la verdad, España se desinfló: ganó cómodamente por 3-0 a Egipto en su primer partido y encadenó luego cuatro derrotas consecutivas que la eliminaron y la relegaron a la décima plaza final. Nadie pensaba que el partido contra Países Bajos significaría la despedida de los Juegos de Rafa Pascual… y del equipo nacional hasta, por lo menos, 2028. Una larguísima travesía por el desierto.
El canto del cisne del crack, ya con 37 años, fue el inesperado título continental de 2007. En el Campeonato de Europa celebrado en Moscú, Pascual y su viejo socio Miguel Ángel Falasca condujeron a la nueva generación hasta la cima con un torneo inmaculado en el que contaron por triunfos sus ocho partidos.
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