Luis Mateo Díez: «Lo que menos me interesa de mi biografía soy yo mismo»
El escritor dedicó el discurso del Premio Cervantes a su despertar como escritor y la influencia que ha tenido «El Quijote» en su obra
Luis Mateo Díez ha centrado su discurso del Premio Cervantes al nacimiento de su vocación de escritor y los orígenes de su novelística. En su intervención evocó los inviernos fríos de la infancia, los años escolares, las aulas de posguerra, las lecturas iniciales y esa atmósfera desprovista de riquezas y fraguada de necesidades más que de abundancias, que impregnaría su narrativa. Con este nudo de vivencias surgiría el universo de sus «ciudades de sombras», un paisaje imaginario y una geografía mítica, donde sobresale el nombre de Celama, donde él asentaría una serie de preocupaciones recurrentes que encuentran sus más profundas raíces en este periodo de su vida: los adolescentes extraviados, las orfandades accidentales, la grisura de un tiempo indeterminado, las existencias erráticas y la lúcida impresión de que los héroes reales están acuñados con el confuso y turbio material de la derrota y no con el brillo de los que triunfan y encuentran la gloria, lo que emparenta a sus protagonistas con el Caballero de la Triste Figura más que con los falsos adalides de capa y vuelo rápido de los cómics. «Haber sido dueño de la infancia encaminó mi destino de escritor», declaró.
El escritor, con chaqué, subrayó «la inocencia, sentimientos y emociones» de esa primera edad y la importancia de esos recuerdos. «Fui un niño de posguerra y el lastre de ese tiempo histórico detalla en la memoria atmósferas y sucesos que la empañan», reconoció. Pero fue ahí cuando despertó «mi necesidad de escribir para contar lo más ajeno a lo que me sucedía, si es que en la niñez hay sucesos reseñables». Un aliento que «me producía un efecto beneficioso». «Un niño escritor no me parece el ejemplo de nada particularmente valorable», aceptó con su habitual humor, antes de reseñar la huella que dejaron en su sueño de escritor «la oralidad», «las culturas populares» y «los maestros» que leían en las clases.
Todo eso configuró una mirada literaria que concretaría su impulso narrativo y le convencieron de que «escuchar y escribir unían lo que leer y contar tenían de aliciente y acicate». Así llegó a una ficción de una envergadura muy particular, pero que no renunciaba a lo auténtico: «La vida se descubre escribiendo, si entendemos que escribir es descubrir», dijo el escritor. «Contar la vida era mi aspiración», confesó después, para luego admitir lo que ya dijo Borges: «La irrealidad es la auténtica condición del arte».
En este punto introdujo una reflexión y una confesión: «La verdad es que debería reconocer una precaria incapacidad para escribir lo que me pasa, lo que en mi existencia sucede, lo que mi biografía propone. Nada me interesa menos que yo mismo». Luis Mateo Díez reveló que, a lo largo de estas décadas de entrega a la escritura, «la pasión de escribir se compaginaba con la indolencia de hacerlo». Algo que corrigió cuando se asentó dentro de él ese horizonte de urbes inventadas, pero reales, de donde provienen sus libros. «El destino estaba claro, la indolencia apenas suponía una muestra de disipación derivada de las vehemencias juveniles». Un nubarrón que muy pronto desapareció de su horizonte dejándole a cambio el convencimiento de que «escribir» era su «definitivo modo de vivir». También ese fue el momento en que se asentó en él la convicción de que «la experiencia de lo imaginario fuese el mejor conducto del conocimiento». Una reflexión que lo ha llevado a concluir que «las distintas artes nos enriquecen y hacen mejores».
Lo que sí recalcó el escritor ha sido la influencia de «El Quijote», libro que conoció de manera temprana, cuando todavía acudía a la escuela, en una jornada invernal en la que no se pudo salir al patio de recreo por culpa de la nieve. Una novela que lo llenó de incertidumbres porque lo que descubrió en sus capítulos y pasajes no fueron las hazañas de un héroe que se imponía a las desventuras que se le avecinaban, sino a un tipo de malos andares y peor suerte al que todo le sale mal. Un personaje que le abría a un concepto nuevo: el antihéroe, algo que menudea en sus libros. «Don Quijote no era un héroe que yo pudiese contabilizar al lado de lo que había en los tebeos».
El novelista aseveró que Don Quijote «tenía otra catadura» y que más bien «se trataba de un antihéroe, de un reincidente perdedor, abocado a las perdiciones y los fracasos». Una sombra que tendría un enorme influjo en él, como reconocía: «Poco a poco en el mundo que iba creando, esos seres de ficción tenían, todavía sin mucha conciencia por mi parte, una incierta imagen quijotesca, una atrabiliaria fisonomía de perdición y extravío, a la que no era accidental la fragilidad de su voluntad luchadora por la vida, el afán de vivirla y sobrellevarla».
Una sensación que nunca ha sido ajena a él, que ha reconocido su asendereada juventud. «La entidad de mis personajes no estaba, así eximida de una incierta heroicidad, tan cervantina y quijotesca, en aras de una imaginación liberadora y redentora, siendo acaso héroes del fracaso, como así me gustó denominarlos, pero no por la precariedad de quien prescinde de la pasión de vivir, de la aspiración del vividor que puede fracasar en sus extravíos o ideales, a quien la realidad derrota con el sufrimiento de una voluntad herida o de un sentido común contrariado». Este «configurar al héroe resulta uno de los elementos sustanciales no ya de mi poética de narrador, también, de la vocación de la escritura», reconoció.