La infanta Paz de Borbón y la nodriza ciega
Bajita, algo fornida, con los ojos pequeños y la nariz demasiado respingona, no levantaba pasiones por su aspecto físico
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No era tan bella como sus hermanas Pilar y Eulalia, pero su alma reflejaba, igual que su nombre, un remanso de dulzura y calma. Bajita, algo fornida, con los ojos pequeños y la nariz demasiado respingona, la infanta Paz no levantaba pasiones por su aspecto físico. Su belleza era interior, incluso para su hermano el rey Alfonso XII, que en más de una ocasión expresó por escrito su admiración por ella.
Con el paso de los años, Paz fue creciendo más y más por dentro. Una conmovedora escena servirá para iluminar su forjada personalidad. El suceso acaeció en 1912, mientras la infanta cincuentona viajaba por España con su esposo y primo carnal, el príncipe Luis Fernando de Baviera y Borbón, con quien residía en su palacio de Nymphenburg, cerca de Munich.
A su paso por Burgos, salió a cumplimentarles el alcalde de la ciudad, Aurelio Gómez, deseoso de guiarles él mismo por la Catedral, el Real Monasterio de las Huelgas y la Cartuja. Fue entonces cuando la infanta Paz, con su bondadosa sonrisa, le dijo: “Está bien, muy bien, alcalde; pero, ante todo, quiero hacer en Burgos una visita particular. Dejándola para lo último, quizá no tengamos tiempo…”. Enseguida Paz deshizo el suspense, explicándole al alcalde que deseaba ver a la antigua nodriza de su hermana pequeña Eulalia.
Con igual diligencia informó de ello Aurelio Gómez a la ama de cría en cuestión, llamada Andrea Aragón, que con setenta y cuatro años estaba ya imposibilitada y ciega. Sobre la mesa del comedor de su casa, situada en la callecita de Las Trinas, Andrea Aragón extendió todos sus trajes de nodriza que conservaba como nuevos tras casi medio siglo para que Paz pudiera contemplarlos. La escena fue enternecedora: la anciana burgalesa abrazada a la infanta, y ambas llorando y besándose mientras evocaban a la reina Isabel II y los inolvidables días vividos en Palacio.
Nacida el 23 de junio de 1862, la infanta fue bautizada como María de la Paz, Juana, Amalia, Adalberta y Francisca de Asís; éste último nombre, en homenaje a su padre, el rey consorte Francisco de Asís. Con sólo seis años, Paz tuvo que emprender el camino del exilio en compañía de su familia, tras la revolución que destronó a su madre Isabel II en 1868. En París vivió ella casi ocho años, durante los cuales recibió una esmerada educación en el colegio del Sacré-Coeur, donde los profesores destacaban su facilidad para expresarse y su gran sociabilidad.
De regreso en Madrid, la infanta Isabel ejerció como auténtica maestra de protocolo para sus hermanas pequeñas: Pilar, Paz y Eulalia. Todas sus actividades eran diariamente controladas por veteranas damas de palacio, elegidas por la princesa de Asturias.
Organizado el cuarto de las infantas en el Palacio Real, tras la restauración en el trono de Alfonso XII, sus tres hermanas compartieron nuevas experiencias juntas.
La marquesa de Santa Cruz, camarera mayor de Isabel, se convirtió también en aya de las tres infantas, al mando de su cuarto instalado en un ala de palacio y separado de los de sus hermanos mayores Alfonso e Isabel.
La princesa de Asturias supervisaba en última instancia la educación de sus hermanas, condensada así: mucha religión y música, poca gramática y aritmética, y un toque de idiomas, sobre todo inglés. Al principio, Paz tuvo como director de enseñanza religiosa y moral al obispo de Madrid, Ciriaco Sancha. Pero cuando su hermana Isabel consideró que su formación era ya suficiente, suprimió ese cargo, decisión que coincidió con la designación de Ciriaco Sancha como obispo de Ávila.
De las lecciones de gramática, geografía e historia se ocupaba Pedro Cabello, mientras que Emma Delaney les daba inglés. Como profesores de música tenían al gran pianista Juan Guelbenzu y a Teresa Roladés, que les enseñaba a tocar el arpa. El dibujo corría cargo del pintor Carlos Múgica, y las prácticas de labores de costura y bordados, de Joaquina García Clavel.
El cigarrillo de las niñas
Las niñas dedicaban tiempo también a sus travesuras, jugando a burlar la vigilancia de sus damas de servicio, a quienes Isabel había encargado que no dejasen a sus hermanas presenciar las ceremonias de la corte. Pero ellas se escapaban de sus habitaciones y, escondidas tras los cortinajes del Salón de Columnas, asistieron a una recepción al embajador de Marruecos, como si fuese un cuento oriental. Desde el balcón pudieron contemplar el magnífico séquito que componían los coches de gala, tirados cada uno por seis caballos empenachados, y detrás de la carroza del embajador, el escuadrón de la escolta real.
Cierta tarde, una hija de la marquesa de Isasi acudió a palacio para jugar con las infantas de su misma edad. De pronto, la jovencita de catorce años sacó un cigarrillo del vestido y empezó a fumar. Luego se lo dio a probar a Paz y sus hermanas. Nadie se habría enterado si la marquesa de Santa Cruz no hubiese irrumpido en la estancia y visto lo que vio: a toda una infanta de España, menor de edad, con un cigarrillo humeando entre los dedos. El escándalo fue monumental, y la bronca de Isabel estuvo en consonancia. Las niñas lloraron desconsoladas y juraron que no volverían a hacerlo.
Por extraño que parezca, el rey Alfonso XII era la otra cara de la implacable Isabel. Solía mostrarse más cariñoso y permisivo que ella con Paz, Pilar y Eulalia, a quienes hacía sufrir mucho el rígido protocolo que les alejaba de él.