El escritor irlandés participa en «Escribir el Prado», residencia en la que elaborará un texto inspirándose en la colección de un museo que lleva visitando 60 años
Para John Banville, venir a España es un disfrute. «Tengo más reputación aquí que en Irlanda, así que vengo mucho», bromea el de Wexford. En esta ocasión, su visita es larga: durante un mes va a ser un madrileño más, prometiendo frecuentar cafeterías y entregarse al buen vino. Pero en concreto el lugar que más va a pisar es un espacio que, confiesa, le intimida, a la vez que le inspira, le sorprende y le sigue cautivando. Lo define, además, como «mi museo favorito del mundo». El autor de «La alquimia del tiempo» y «El mar» (Alfaguara) es el último de los brillantes autores seleccionados para la segunda edición de la Residencia «Escribir el Prado». La Pinacoteca, junto con Fundación Loewe, cuenta este año, y tras experiencias junto a J. M. Coetzee y Chloe Aridjis, con el intelecto del irlandés, quien deberá empaparse del universo del espacio para estimularse y crear un texto.
Fue en 1964 cuando Banville visitó por primera vez las galerías del Prado. Era una España en la que «Franco seguía en el poder, y era un país muy diferente a como es ahora. Pero viniendo de Irlanda, del norte, aquí encontrabas sol, vino y mujeres increíblemente hermosas, entonces ignorábamos la dictadura», recuerda el escritor. No se considera «un animal político. Es cierto que ahora me encuentro un país muy diferente a entonces. Pero no me atraen estos temas, solo me interesan los seres humanos», afirma. Y ha venido para hablar de creación, de pintura, de lo que descubre cada vez que admira «El jardín de las Delicias» o se sumerge entre las Pinturas Negras de Goya.
Es cierto que el Prado rezuma tal nivel de maestría y elegancia que, independientemente de la cantidad de veces que se visite, sobrecoge con la misma intensidad. Nada más acceder a la galería central, el visitante ya se engrandece con un festín de valiosas obras, desde «El lavatorio» de Tintoretto hasta «Las tres Gracias» de Rubens, desembocando en ella otras salas donde se asoman piezas del Greco o Velázquez. Desde aquella primera visita hasta hoy, Banville sigue pensando que «es un lugar intimidante. Cuando miras una obra de arte, ésta te devuelve la mirada. Como Velázquez, que se asoma desde el lienzo de ‘‘Las Meninas’’ como diciendo ‘‘mira lo que hice”», explica el autor. Encuentra belleza tanto en las grandes obras maestras como en otras «ante las que las personas pasan de largo. En la exposición que se ha inaugurado de Rubens, hay una obra de otro artista holandés que es absolutamente hermosa. Eso es lo maravilloso del arte, que siempre sorprende».
Para el autor, el artista es un caníbal «que consume el mundo. Todo lo que nos rodea es material útil para nuestras creaciones». Y toma el Prado como espacio y personaje de un relato cuya primera frase, ayer, ya tenía pensada, y que desvelaba durante un encuentro con la Prensa: «Toda su vida había estado aterrorizado de ser descubierto». En los próximos meses, Banville confeccionará y publicará un ejemplar inspirado en su experiencia con el museo. «Tratará sobre una persona que está en el Prado y los ojos de las pinturas le persiguen donde vaya. Desde la mirada oscura de Velázquez hasta las provocadoras mujeres de Rubens. Se obsesiona con la idea de que le conocen, y lo único que los seres humanos no quieren es ser conocidos, porque solo así tus secretos salen a la luz», plantea.
Escriba en el Prado como Banville o como Benjamin Black, su seudónimo, lo que sí afirma tener el autor es más de una versión de sí mismo. Y eso le ocurre con toda su producción literaria. Define la escritura como «un juego», ante la que se exponen «la persona que vive en el mundo, el ciudadano que vota en las elecciones, y el artista, que es diferente. No es misticismo, sino que hay dos personas viviendo en mí», asegura. Cuando se comienza un proyecto, continúa, «todo es posible. Quizá el este trabajo termine siendo una pequeña obra maestra que perdure en el tiempo».
A Banville le encanta la textura de la pintura, y su olor: «Cuando entré en los talleres de restauración del Prado, olía a aguarrás y a aceite de linaza. Jugar con colores como el amarillo cadmio es una de las cosas más extraordinarias del mundo». Recuerda que, cuando era adolescente, «intenté ser pintor, pero no tenía habilidad ninguna». Optó por su impecable escritura, y en ocasiones habla de arte. «Las pinturas asustan a su manera. Yo las miro como un patrón. No me interesan sus historias, sino sus formas, sus ritmos. Las pinturas no dicen cosas, las muestran. Como decía Nietzsche, en la superficie es donde está la verdadera profundidad», explica, apuntando como «privilegio estar en Madrid y mientras leo ‘‘Velázquez, pintor y cortesano’’, un libro maravilloso de Jonathan Brown y que no sé por qué no descubrí antes. Es una obra maestra absoluta», concluye.
«La solemnidad es la muerte del arte»
Pocos días después de concederse el Premio Nobel de Literatura a la surcoreana Han Kang, John Banville confiesa no haber leído su obra. «A mi edad, leo muy pocas cosas nuevas», explica. Pero sí opinó sobre la decisión de Kang de no celebrar el galardón hasta que terminasen las guerras. «Me parece infantil, ridículo. Deberían retirarle el premio. Los artistas tienen el deber de ser responsables en el mundo, y no hacer declaraciones estúpidas, no ser autocomplacientes», continúa el escritor, «somos seres humanos corrientes, pero representamos un gran proyecto humano, un proyecto de arte, y depende de nosotros mantenerlo. Sí tenemos que ser serios, pero no solemntes. La solemnidad es la muerte del arte».