¿Qué relación hay entre los nazis, el LSD y la CIA?
'Un viaje alucinógeno', de Norman Ohler, es una investigación sobre la relación entre el LSD y los gobiernos de Estados Unidos y de Hitler
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No hace mucho tiempo llegaba a las librerías el libro «El sol salió anoche y me cantó», de Juan Carlos Usó, en El Desvelo Ediciones, que retomaba los experimentos «psiquedélicos» que se habían llevado a cabo en Estados Unidos, más de seis décadas atrás, con el objetivo de averiguar si este tipo de drogas eran útiles para acceder a determinadas experiencias religiosas. De hecho, el día 20 de abril de 1962, un conjunto de veinte alumnos, que se habían prestado voluntarios, que cursaban primero de Teología en la Universidad de Harvard fueron los conejillos de indias para una prueba realizada con con psilocibina, una sustancia presente en un hongo alucinógeno, bajo la supervisión de dos psiconautas. Al parecer, casi todos los estudiantes disfrutaron de una sensación mística de lo que podría llamarse «autotrascendencia», lo cual les llevó a percibir una conexión directa con Dios.
Este libro tan curioso de Usó constaba, además, de una encuesta con figuras relevantes de la cultura, el pensamiento y la ciencia sobre la dimensión que alcanzó el experimento de Harvard, el cual, por cierto, jamás se repitió. O al menos, de forma pública y notoria. Otra cosa son las iniciativas particulares al respecto, de lo cual podría hablar mucho Marc Lewis, que acaba de publicar, en Yonki Books, «Cerebro adicto. Memorias de un neurocientífico que examina su pasado con las drogas». Aquí, este profesor de Psicología del Desarrollo cuenta que su relación con las drogas comenzó en un internado, abusando de los medicamentos para la tos, el alcohol y el cannabis.
Lewis pertenece a la generación que coincidió con el clima universitario que se originó en Berkeley, cuando California vivía su clímax jipi; fue entonces cuando tomó metanfetamina, LSD y heroína, para tiempo después esnifar óxido nitroso en Malasia y opio en fumaderos de Calcuta. Todo ello, así, le llevó a una vida prácticamente de delincuente, mientras, residiendo en Estados Unidos de nuevo, compaginaba su interés por la psicología en la facultad con el robo de recetas y fármacos por la noche. Al final, el autor convirtió su adicción en materia de estudio y se especializó en neurociencia, como se aprecia en este libro, donde explica los efectos cerebrales de algunas de las drogas más potentes que existen.
Un Hitler adicto
En esta línea de examinar no sólo la drogadicción, sino esta en su contexto social e histórico, se encuentra «Un viaje alucinógeno. Los nazis, la CIA y las drogas psicodélicas» (traducción de Héctor Piquer Minguijón), de Norman Ohler. No es, sin embargo, la primera vez que este autor se internaba en los asuntos que salen a relucir en ese título. La editorial Crítica publicó de él en 2021 «El gran delirio. Hitler, drogas y el III Reich», en que ponía el acento en que en la sociedad nacionalsocialista hubo un uso creciente de drogas; no en balde, se presume que Adolf Hitler era adicto, pues su médico le administraba más de setenta estimulantes distintos. Por otra parte, Ohler hablaba de cómo la población alemana tomaba metanfetamina, mientras que los soldados recibían sus dosis también para poder aguantar sus descomunales esfuerzos físicos.
Por todo ello, en aquel libro el escritor decía que el nacionalsocialismo «fue, literalmente, tóxico. Dejó al mundo un legado químico que hoy sigue afectándonos, un veneno que tardará en desaparecer. […] Legalmente, en comprimidos y bajo el nombre comercial de Pervitin, este producto tuvo un éxito arrollador en todos los rincones del imperio alemán durante la década de 1930 y, más tarde, también en la Europa ocupada, y se convirtió en una droga popular socialmente aceptada y disponible en cualquier farmacia». Este fuerte estimulante utilizado en oficinas, parlamentos y universidades, proseguía Ohler, quita el sueño y el hambre y promete euforia, y contiene la enorme peligrosidad de ser nocivo y destructivo, y capaz de crear adicción a pasos acelerados.
Ahora, en «Un viaje alucinógeno», el autor continúa explorando la época nazi, y nos lleva al Berlín de 1945, donde la destrucción urbana y humana, precisamente, ha alentado el consumo de sustancias que hagan más aceptable tamaño infierno. En este contexto, surge un oficial del departamento de control de narcóticos, llamado Arthur J. Giuliani, quien acude al sector estadounidense de la ciudad con una encomienda: tratar de que el caos se convierta en orden en la capital, entre ruinas, familias rotas, exiliados y muertos. Frente a tamaña tragedia, percibe dicho oficial, la gente cada vez recurre más a sustancias psicoactivas. De este modo, Ohler sigue el rastro de cómo, en un momento dado de 1943, saltó a la palestra una novedosa droga que prometía paraísos incomparables, los alucinógenos.
Alucinar con las drogas
Esta droga, justamente, despierta alucinación, «sensación subjetiva que no va precedida de impresión en los sentidos», diccionario de la Real Academia Española en mano. Fue el joven químico Albert Hofmann quien, en los laboratorios de la empresa farmacéutica suiza Sandoz, en Basilea, descubrió accidentalmente el LSD (dietilamida de ácido lisérgico). Con esta premisa, y el hecho de que un profesor de Harvard, el doctor Henry Beecher, colaboró con el Gobierno estadounidense para investigar de qué modos los nazis trataban la mescalina y el LSD para transformarlos en sueros de la verdad, Ohler va explorando las técnicas, desde las más altas esferas de poder, que se usaron para controlar la mente de las personas. Es el caso de un programa de experimentos conocido como MKULTRA, que desarrolló la CIA durante las décadas de los cincuenta y los sesenta.
Se trataba de torturar al interrogado –sobre todo por motivos de trasfondo comunista– para hacerle confesar, y para ello se recurría al LSD. De esta forma, se institucionalizaba y legalizaba una práctica política infame, pensada para manipular y dirigir a los ciudadanos. En este sentido, poco se diferenciarían los gobiernos, pues los nazis también habían estado interesado en conseguir métodos químicos para la neutralización de la voluntad, como intentaron hacer en el campo de concentración de Dachau. La CIA, así las cosas, retomaría ese camino exploratorio del uso potencial del LSD, hasta que, como refiere Ohler, esta sustancia se estudió tanto como medicamento para tratar enfermedades mentales como para, en el Ejército estadounidense, tenerlo en cuanta como arma farmacológica en la Guerra Fría.
No obstante, el LSD tenía que enfrentarse también a la burocracia y la las leyes, de tal modo que individuos como Harry Anslinger, director de la Oficina Federal de Narcóticos, obstaculizó el uso de tal sustancia tanto como pudo. Al fin, al asociarse esta droga con todo un mundo cambiante, que aspiraba a contravenir las costumbres imperantes con todo el fenómeno contracultural que se dio en Estados Unidos y que tuvo a protagonistas de la talla de Timothy Leary, el escritor, psicólogo y estudioso de las sustancias psicodélicas, a las que rechazó tratar como drogas. Todo había empezado mucho tiempo antes, a raíz de relación entre el bioquímico nazi Richard Kuhn, que elaboraba armas bioquímicas para Hitler, y Werner Stoll, un psiquiatra suizo que realizó los primeros estudios científicos sobre los efectos del LSD. Otro aliciente tendría el escritor Norman Ohler a la hora de estudiar todo esto: su esperanza de que el LSD pudiera aliviar el Alzheimer de su anciana madre, en un tiempo en que la industria farmacéutica está encontrando en esta droga beneficios terapéuticos para la salud.