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Cate Blanchett dirige la orquesta en Venecia

La actriz recibe el aplauso unánime por «TÁR», de Todd Field, en la segunda jornada del festival, mientras que González Iñárritu apuesta por una felliniana disección de las heridas de México con «Bardo»
CLAUDIO ONORATIEFE
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Lydia Tár (Cate Blanchett) y Silverio Gama (Daniel Giménez-Cacho) son las dos caras de una misma moneda. Están enfermos de éxito. La cuestión es qué hacer en la cima del mundo. Si Lydia Tár, la primera directora de orquesta de la Filarmónica de Berlín, parece comodísima clavando su batuta en el destino de los que la rodean, Silverio Gama, periodista y documentalista de prestigio, a punto de recibir un premio de relumbrón, piensa que el éxito es su mayor fracaso. «TÁR», con la que Todd Field («En la habitación») vuelve a dirigir después de dieciséis años de pausa, y «Bardo», con la que Alejandro González Iñárritu regresa a su México natal, son películas muy distintas, pero ambas, a concurso en la Mostra, se parecen porque enfocan a un mismo lugar: el abismo que se abre bajo nuestros pies cuando la identidad se resquebraja.
La idea más llamativa de «TÁR» es colocar a una mujer en el centro de una historia protagonizada por los abusos de poder y la impunidad que, en general, se asocian a la cultura del patriarcado. Es posible que la actitud de Lydia en los elitistas círculos de la música clásica sea consecuencia de haberse tenido que abrir paso en un mundo de hombres, aunque la película, que se aparta deliberadamente de cualquier discurso feminista, no nos revela demasiados detalles de su pasado. Sabemos que sus mentores son masculinos, que le gusta que la llamen «Maestro» y que, en una espléndida escena que la retrata impartiendo clase en Juillard, siente especial recelo hacia los jóvenes que desprecian a los clásicos (¡Bach!) por ser heteros y misóginos.
Hay muchos momentos de «TÁR» en los que Todd Field parece estar dispuesto a abrir un debate sobre el #MeToo y la cultura de la cancelación, pero parece arrepentirse a medio camino, porque, dijo en rueda de Prensa, no quería hacer una película con mensaje. Sin embargo, esos temas están ahí, y arden cuando los tocas. Entonces, lo que nos queda es un estudio de personaje. Una mujer ávida de controlar su vida que no mide las consecuencias de sus actos, o, mejor dicho, que no entiende que sus actos tienen consecuencias. Dos horas y cuarenta minutos son demasiados para acompañar a una criatura tan antipática, y a veces Todd Field añade demasiadas capas de un mismo color a la espiral de caos en la que caerá Lydia, incluso cuando intenta humanizarla a contracorriente (la relación con su hija, los ramalazos metafóricos de la culpa rasgando la noche). Y, con todo, no podemos dejar de mirar a Lydia. La responsable, paren máquinas, es Cate Blanchett. Si nuestra mirada fuera un instrumento, ella se ocuparía de afinarlo. Es tal la autoridad y la inteligencia que desprende como actriz –la caída de entonación en un adjetivo, la sílaba tónica del deseo por una violonchelista en el modo en que levanta la comisura del labio– que, en pantalla grande, hipnotiza como si escucharas la quinta de Mahler.

Naufragio voluntario

Claro, «Bardo» también es un estudio de personaje. Silverio Gama es el alter ego de Alejandro González Iñárritu. Si Fellini supiera el daño que provocaría en futuras generaciones de cineastas con «Fellini 8 ½», probablemente nunca la habría filmado. Y ahí están las tres horas de «Bardo», con su onirismo diseñado para epatar, con sus virtuosos planos secuencia, con su deliberada confusión entre fantasía y realidad, con sus comentarios acerca de lo divino y lo humano, y, sobre todo, con sus reflexiones sobre el exilio y la situación política de México (conversación con Hernán Cortes incluida sobre una montaña de cadáveres indígenas), hechas desde la confesión quejumbrosa de un cineasta que juega a la falsa modestia explotando las estrategias más hipócritamente ombliguistas de la autoficción. «Para mí México es, más que un país, un estado mental», admite Iñárritu.
«Al final cada país lo es. Es la esencia de todas las historias que nos han contado sobre nosotros mismos. Pero cuando te alejas de ese país, y el tiempo pasa, ese estado mental se disuelve y cambia. Y eso formó parte de la búsqueda de esta película. Mi objetivo era interpretar dicha añoranza». La añoranza adquiere el ampuloso tono del desahogo a tumba abierta que no necesita que nadie le escuche; del ego que llora sus privilegios, que se victimiza por haber abandonado un país que solo puede conjugar en pasado y buscar refugio en un país que detesta; que utiliza sus traumas para embellecerlos, para convertirlos en arte premiable. En el narcisismo cósmico de «Bardo» hay la intención de hablar de la memoria, de cómo a través de los recuerdos y de cómo los reinventamos nos acercamos a entender qué lugar ocupamos en el mundo –ojo al dato, el título completo de la película es: «Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades»–, pero Iñárritu nunca se preocupa por la verdad de sus imágenes, que, en un continuo de excesos a cuál más efectista, naufraga en las lágrimas de su autocomplacencia. Es, por volver a Fellini, como aquel gran pez muerto en la playa de «La dolce vita»: un ser que ya no nos mira, un ojo vidrioso al que hay que darle la espalda.