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Juan Diego, el último santo inocente

La muerte del maestro de la interpretación con 79 años enmudece y desola al mundo del cine y el teatro

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Años después de que el niño –que compartía la inocencia salvaje de la infancia con Joselito, compañero de juegos mundanos y aficiones devotas como el Betis– contemplara pasmado la estructura de los enormes barcos que pasaban por delante de sus ojos hacia Sanlúcar de Barrameda en dirección al mar abierto, el joven ya se subía a las tablas de un escenario de teatro en Sevilla para participar en la obra de Samuel Becket, “Esperando a Godot” y establecer así las bases fundacionales de un prestigio que tardó poco en ser reconocido por la crítica. Juan Diego siempre tuvo hechuras de artista y semblante de torero, profesión a la que hubiera gustado dedicarse si no fuera porque la pasión de lo interpretativo se balanceó por encima de sus escapadas a los tentaderos de su pueblo, Bormujos del Aljarafe. Un lugar, emblema involuntario de la belleza rural andaluza, que el sevillano definía durante la emisión de “El actor y sus personajes”, aquel mítico programa de la década de los ochenta dirigido por Pedro Gil Paradela en donde grandes actores teatrales que habían desarrollado parte de su carrera artística en los concurridos platós de “Estudio 1″ en TVE narraban con soltura manifiesta su historia personal y profesional, como “un pueblecito que hay en la márgen derecha del Guadalquivir, aguas abajo, cuando el río comienza a ser ancho y navegable”.
Fuertemente arraigado a sus orígenes y hermanado con la nebulosa de sus recuerdos en el pueblo, el actor se refería a sus paisanos con el amor que otorga la costumbre: “perdonadme, me gustaría mandar un saludo a todo el mundo, pero de verdad que sois tantos... y os recuerdo con un cariño tan profundo. Pero, ¿a que os cuesta trabajo esto de verme aquí trabajando en este programa? Solo tú Candelaria estabas segura de que tu Juanito iba a ser lo más grande en el mundo: en el toro o en el teatro o en la televisión o en el cine o en la Naciones Unidas o en “Hollibú”, que para eso eres mi madre”, aludía sardónico sobre la confianza ciega de su progenitora. Lo cierto es que Candelaria no se equivocó y aunque inicialmente, fruto de un entrañable desconocimiento de los trucos de la industria, se pusiera furiosa increpando a los actores que maltrataban a Juan Diego en alguna escena, sabía que la relación de su hijo con el éxito era un idilio con dotes de predestinación.

Conservador y comunista

Después de su interpretación en la obra de Godot, abandona Sevilla (donde estudió arte dramático) y se lanza, con más ganas que dinero, en brazos de un Madrid aletargado, inundado de efervescencia yeyé por el que caminaban cogidas del brazo las mujeres de Catalá Roca para intervenir en multitud de programas de la televisión estatal, incluyendo telenovelas y producciones dramáticas hasta que en 1966 debuta en el cine de la mano de Eloy de la Iglesia con “Fantasía... 3″, un primer largometraje del director poco reivindicado en el que adapta varios cuentos de hadas de grandes autores como Andersen o los hermanos Grimm.
El estrecho vínculo forjado con el exponente por antonomasia del recientemente intelectualizado cine “quinqui” –fundamentado en la pasión mutua por el cine pero también en una sintonía ideológica que culmina con la militancia de ambos en el Partido Comunista– , lejos de quedarse ahí se reforzó con su intervención en películas del 69 como “Algo amargo en la boca” y más tarde en “La criatura” (1977), una historia cuya temática suscitó polémica tras su estreno por abordar sin ambages la zoofilia en el contexto de un matrimonio rutinario protagonizado por Ana Belén y Juan Diego, en donde el de Bormujos ya empezaba a destacar por su paradójica habilidad a la hora de encarnar personajes tan marcadamente fascistoides como los de Marcos, parte integrante de la pareja, conservador y católico que simpatiza con la derecha política y emprende carrera con el fin de salvaguardar los intereses de la patria. “Este tipo de papeles me sirven para sacar fuera la parte de mi personalidad que menos me gusta”, admitiría tiempo después.
Pese a todo, es en el marco de mediados de los ochenta y albores de los noventa cuando la carrera cinematográfica de Juan Diego se consolida, cuando la dignidad con la que encara los papeles logra disociarse por completo de la mezquindad de algunos de sus personajes, cuando los relieves de su voz horadada se diluyen en las órdenes caciquiles del señorito Iván para dar vida a uno de los cabronazos despóticos más reales y sinceros de la historia de nuestro cine. Todo aflora en ese periodo: la magnánima adaptación de Mario Camus en “Los santos inocentes” (por la que curiosamente no fue nominado al Goya), la crónica de un mundo desaparecido que perfila Fernán Gómez en “El viaje a ninguna parte”, la mística recreación de San Juan de la Cruz en “La noche Oscura” de Carlos Saura con la que optó por primera vez al Goya, “Dragón Rapide” y su interpretación del mismísimo Franco o el fraile Villaescusa en “El rey pasmado”, historia con la que consiguió su primer cabezón en 1991 (los dos restantes serían con la cinta loca y libre de Berlanga “París-Tombuctú” y “Vete de mí”, dirigida por Víctor García León).
Académico, combativo y padrino de la artista Estrella Morente (cuyo dolor en forma de cante ha quebrado hoy las paredes del Teatro Español), el actor contaba entre los numerosos reconocimientos que jalonan su trayectoria dentro del audiovisual con tres Goya, cinco premios al mejor actor en el Festival de Málaga y la Concha de Plata al Mejor Actor en el Festival de San Sebastián pero también con la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes o la de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España. Dentro de él habitaba “el hijo de puta, el asesino, el fascista, el homosexual y todo lo bueno y lo malo que hay en el mundo”, como aseguró durante una entrevista, pero también el heredero por derecho de la hidalguía en la palabra, el Don Juan accesible, el Don Lorenzo impulsivo de la comisaría de San Antonio, el del corazón ennoblecido, el hermano del pueblo, el actor compañero, el que reivindicó la reducción de la jornada laboral de los intérpretes y se manifestó contra la Guerra de Irak, el disfrutón que odiaba las aceitunas, el humilde, el santo, el inocente, el hijo adoptivo de Sevilla. Ayer Juan Diego fallecía a los 79 años tras una larga y tediosa enfermedad y el niño ya no mira pasar los barcos hacia Sanlúcar. Ahora es el veterano maestro quien va dentro de uno de ellos con destino hacia ninguna parte.