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Los pilares del gótico en los reinos hispánicos

En el transcurso del siglo XIII la sociedad cristiana halló otra manera de acercarse a lo divino a través de nuevas percepciones de la religiosidad y la devoción, pero también con novedosas formas artísticas y arquitectónicas
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Cuando un viajero de a pie en el siglo XIII llegara a uno de los grandes centros urbanos de los reinos cristianos peninsulares sin duda se habría topado con una gran catedral, símbolo del poderío episcopal. Si el imaginario viajero estuviera en peregrinación a Santiago, al final de su viaje esperaría encontrar una sólida y magnífica obra concluida apenas cien años antes. En su largo periplo habría visto también, elevándose hacia el cielo, las altas bóvedas de las catedrales de Burgos o de León. Probablemente habría quedado fascinado por su grandeza, luminosidad y magnificencia en parte todavía oculta por aparatosos andamios y cimbras, anunciando que la construcción de una obra de aquella envergadura sería cosa de décadas. El gótico tardó un tiempo en asentarse a la península ibérica, pero lo hizo precisamente en un momento en el que los reinos cristianos estaban en su máximo apogeo e iban expandiendo su territorio a costa de los territorios de mayoría musulmana.
Decenas de templos
Con el sustento de aquellos nuevos ideales, se erigieron decenas de catedrales y monasterios que poblaron la geografía urbana y rural. Si observamos algunas de las obras de entonces, fácilmente nos podemos dar cuenta de que el abandono de una arquitectura sujeta a los parámetros del románico no fue nada repentino. El concepto del gótico suponía una ruptura con las soluciones constructivas que se venían usando desde época romana para las grandes construcciones monumentales. Las bóvedas de crucería permitían aligerar el peso en los muros, y el sistema de arbotantes permitía que las naves exteriores se liberaran de parte de la carga de las más interiores. A menudo los maestros arquitectos supieron adaptar las nuevas fórmulas a sus proyectos tardorrománicos, pero en otras ocasiones no se atrevieron a hacerlo por miedo a que las plantas y sistemas concebidos no pudieran ser compatibles con las innovaciones que quisieran introducirse. Algunas de estas vacilaciones se plasmaron en pequeños detalles observables aquí y allí. Por entonces no existía el cálculo de estructuras; una cubierta solo quedaba claro que funcionaba cuando se retiraban las cimbras y esta se sostenía. Las grandes catedrales del primer gótico hispánico son fruto de su adaptación a los tiempos en distintos momentos de la propia evolución de dicho arte, cuyo influjo llegaría principalmente desde el territorio francés.
La de Cuenca, por ejemplo, es la primera catedral plenamente gótica en suelo peninsular; en la de Ávila se erigieron bóvedas con nervios sobre muros no concebidos para ello; y aunque Burgos y León son las más populares, probablemente la catedral de Toledo fuera la más compleja y particular. En este caso, la primacía toledana merecía un edificio imponente, que se iba a plasmar con una obra con cinco naves, doble girola y extraordinaria anchura condicionada por su edificación en torno a la antigua catedral, que aprovechaba las estructuras de la antigua mezquita.
Los maestros arquitectos solían ser trabajadores experimentados que se forjaban a sí mismos con la práctica –a menudo en la cantería–, y solo con la irrupción del gótico comenzarían a salir del anonimato y a darnos a conocer sus nombres en asociación con las grandes fábricas eclesiásticas. En la construcción, los canteros trabajaban la piedra en el interior de la logia. El vocablo por entonces designaba a una especie de cobertizos techados a pie de obra que se usaban precisamente con dicho fin, aunque con el tiempo pasaría a designar un edificio permanente en el que se reunían los gremios de constructores y se congregaban los expertos. De hecho, a diferencia de lo que suele pensarse, la divulgación de conocimientos arquitectónicos no conocía secretismos, sino todo lo contrario. Algunos preciosos testimonios de la época, como el famoso cuaderno de Villard de Honnecourt, nos indican que los maestros constructores viajaban y visitaban los trabajos en curso para intercambiar puntos de vista con otros expertos y aprender los unos de los otros.
En una obra, además de los canteros –quienes pertenecían a una categoría profesional bien considerada, con un buen sueldo y a menudo exentos de pagar impuestos–, intervenían profesionales cualificados de distintos ramos, desde plomeros hasta vidrieros, carpinteros, albañiles, herreros, cordeleros, escultores y pintores. Durante todo el proceso constructivo las labores de labra de la piedra tenían que realizarse en estrecha colaboración con las de los carpinteros, acaso el gremio más injustamente olvidado por el hecho de que las trazas de su presencia son casi imperceptibles una vez terminada la fábrica. Pese a lo efímero de sus huellas, su papel resultaba esencial tanto en el montaje de andamios y grúas como en la colocación de las cimbras que se usarían como apeos para la construcción de las bóvedas y arcos. Sin todo ello, no habría pilar que se hubiera elevado ni arco que se hubiera sustentado.

Para saber más:

Desperta Ferro
7,50 euros, 68 páginas