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1936: cuando los cachorros comunistas buscaban sangre "de derechas"

El libro "Violencia roja antes de la Guerra Civil", de Sergio Campos Cacho y José Antonio Martín Otín, muestra que la represión de los partidos de izquierda comenzó antes del 18 de julio de 1936
Profanación de tumbas religiosas en un monasterio de Toledo por soldados republicanosArchivo General de la AdministraciónMinisterio de Cultura

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En el año 2016, conocimos, gracias al libro «Vecinos cercanos y distantes», de Jonathan Haslam, el espionaje soviético, a los agentes que traicionaron al régimen, que pertenecieron a órganos tan conocidos como el KGB (Comité para la Seguridad del Estado), más la Cheka (Comisión Extraordinaria), fundados por los bolcheviques hace unos cien años. Aquel libro proporcionaba una manera de entender el concepto en sí de contraespiar, que encarnó una forma paranoica de atacar y temer al enemigo, y, más tarde, José M. Faraldo, en «Las redes del terror. Las policías secretas comunistas y su legado», estudió todo ese estado energúmeno desde dentro de los regímenes totalitarios de izquierdas, centrándose en los organismos que actuaron de policías secretas para reprimir y fustigar tanto a la población normal y corriente como a los adversarios políticos.
Decía el autor que «los nuevos gobernantes rusos no parecen muy atraídos por la reconstrucción de la memoria de los represaliados ni por la investigación de los crímenes de Estado soviéticos». Y es que se podría establecer cierta relación entre el pretérito aparato de seguridad ruso y el actual: «El prestigio de los “chekistas”, como se siguen llamando con orgullo, no ha cesado. Y el presidente Vladímir Putin, antiguo miembro del KGB, no ha perdido ocasión de realzar la importancia que considera tiene una policía secreta para un Estado moderno».
En cualquier caso, es frecuente dar hoy con familias moscovitas que tienen alguna víctima en su pasado, en la mayoría de casos, gentes humildes. En ellas se cebó el Terror desde el Partido para intimidar a quien osara concebir la más mínima crítica. Faraldo explicaba la aparición de cada estructura represiva, en particular una Cheka que al comienzo no asesinaba sino que se limitaba a llevar a los acusados a los tribunales. Asimismo, de ese contexto ruso también habla Fernando Martínez Laínez, que acaba de publicar «Top Secret. Un siglo de espías: de Mata Hari a Snowden» (Arzalia), en el que reúne algunos de los episodios más llamativos del espionaje mundial, desde la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días.
Ahí expone que tras el triunfo revolucionario en 1917, el Estado soviético buscó «instigar un alzamiento internacional en Europa y asentar la revolución en el interior de la Unión Soviética. Para combatir (y eliminar) tanto a los enemigos internos como externos, surge la Cheka, cuyo departamento de inteligencia exterior era el INO, dependiente del Comisariado de Asuntos Internos». Así, el soviet de Comisarios del Pueblo decidió crear un organismo de seguridad, una «Comisión Extraordinaria para Combatir la Contrarrevolución y el Sabotaje» (Cheka por sus iniciales en ruso), en Petrogrado.
«La idea era, con ello –apunta Martínez Laínez–, suprimir y liquidar todo intento contrarrevolucionario y de sabotaje en Rusia; llevar a todos los saboteadores y contrarrevolucionarios a los tribunales revolucionarios, disponer los medios de combatirlos y realizar una investigación preliminar, en la medida que fuera precisa, para impedir la contrarrevolución y el sabotaje». Un órgano que estaba concebido para el ajuste de cuentas, y que también tenía la misión de «erradicar los delitos comunes, incluidos el bandidaje y la especulación». Pues bien, en España también hubo un equivalente de tal cosa, lo cual se ha estudiado bastante en el curso de la Guerra Civil, llegando a averiguar que en Madrid y lugares aledaños hubo más de 220 checas en la retaguardia republicana. Y ahora este asunto recibe una gran aportación bibliográfica al publicarse «Violencia roja antes de la guerra civil. Antillón 4, la primera checa de la República».
En el libro, Sergio Campos y José Antonio Martín examinan el origen de la primera checa en esa calle madrileña desde la primavera de 1936, en que ya existía una «cárcel del pueblo» que antes había sido un asilo para niñas huérfanas y de cara al público era un centro cultural. Pero intramuros fue algo bien distinto: ahí se detenía, se interrogaba y se torturaba. «Son jóvenes, ignorantes y fanáticos. Algunos, casi unos niños. Un par de ellos morirán muy pronto, otros no tardarán en convertirse en asesinos, la mayoría desaparecerá de la historia sin dejar rastro y el resto sufrirá años de cárcel o de exilio. Suman unos cincuenta representantes de las juventudes comunistas de Madrid». Así comienza un trabajo que proporciona al lector información de cómo estos jóvenes se organizaban en células compuestas de tres camaradas que, de forma clandestina, hacían labores de agitación y propaganda, repartiendo octavillas o apedreando los escaparates de las tiendas durante las huelgas.
Los autores se refieren a unos altercados que acaban con la policía deteniendo a treinta y siete jóvenes, entre los cuales hay seis chicas de dieciséis años y una de dieciocho; entre ellos se encuentra Juana Doña y su novio, Eugenio Mesón, «uno de los líderes más queridos de las juventudes. Morirá fusilado en 1941. Juana penará durante años en la cárcel y será bautizada por el escritor Manuel Vázquez Montalbán como “la segunda dama del comunismo español”». Los autores del libro van recreando las andanzas de estos idealistas propensos a comunicar argumentos que no eran «más que sentimentalidades infantiles sobre los obreros, los parias y los pobres»; así, hablan del continuo conflicto callejero que hubo entre los repartidores de la Prensa comunista y la falangista, e incluso llevando las cosas tan lejos que un comunista, Emilio Pérez Gómez, «El Manías», busca matar a un falangista.
A El Manías le esperará un destino trágico, al morir en el asalto al Cuartel de la Montaña al inicio de la guerra, y el Partido, prosiguen Campos y Martín, estará tan necesitado de héroes que mostrar al pueblo que «en las primeras horas de incertidumbre y miedo, se abalanzará sobre el cadáver del Manías para sacarlo en procesión». Así, este desdichado joven recibe un homenaje en forma de columna en la revista «Mundo Obrero» y María Teresa León le dedica un cuento en «El Mono Azul», que era la hoja semanal de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, coordinada por Rafael Alberti, una publicación que se conocía por doquier a raíz de una sección, llamada «A paseo», donde se denunciaba a intelectuales de derechas.
Así las cosas, toda esta actividad revolucionaria tendrá un telón de fondo oculto ciertamente turbio: lugares acondicionados como cárceles y centros de torturas, conocidos por el nombre de checas (la palabra se suele escribir así o con «k»). Mediante el testimonio escrito de un hombre llamado Rafael Pelayo Aunión, en torno a su implicación en los grupos paramilitares del partido comunista, se han ido descubriendo los datos de quiénes fueron los ejecutores más señalados y dónde ejercieron su actividad chequista. Lo hizo en el libro «Rusia al desnudo», que se trata de «un memorial de la vida de los jóvenes comunistas españoles y de su preparación como revolucionarios en las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas, las MAOC, la fuerza parapolicial y paramilitar dirigida por el partido comunista».
Esos jóvenes se jugarán la vida y perpetrarán crímenes en un ambiente de ocultación, de custodiar armas, de esperar el momento adecuado para entregarse a la lucha armada: Eugenio Mesón y El Manías, y también Constantino Rojo, El Rojo, y Diego Abellán, unos veteranos estos últimos porque ya estaban integrados en el Partido un año atrás; y armados, «que ellos no van a esperar a que les regalen la pistola para la ocasión. La ocasión es siempre, la revolución se hace cada minuto», escriben los autores.
Estos, con acentuado tono narrativo, recrean una reunión de estos chequistas en la que interviene Santiago Marcelino, pintor de profesión y militante de la CNT que «lleva dentro un asesino masivo que brotará en catarata un par de años más tarde» y quien presentaba los siguientes antecedentes: estafa, robo a mano armada, hurto, atentado… Esa reunión acabará en una batalla campal que acaba trágicamente con un grupo de falangistas (uno de ellos, de dieciocho años, es asesinado de un tiro y a puñaladas) entre los que está Miguel Primo de Rivera, familiar de José Antonio. Llega la Guardia Civil y se levanta el cadáver. Ya no hay vuelta atrás en la violencia, pues después de trece asesinados desde la fundación de la Falange, sin duda el conflicto solo hará que hacerse mayor. «La troika del Manías de las MAOC de Madrid acaba de abrir la puerta a la guerra civil. Una puerta que no se puede cerrar más que con sangre. Sangre y derrota».

Matar a sangre fría

El libro recrea lo que pudo haber pasado entre los jóvenes comunistas que iban buscando falangistas en este tiempo. Por ejemplo, en una ocasión se relata cómo se estaba vigilando al militante falangista Rafael León López y se organiza el crimen: «Los pistoleros son un par. (…) los agentes comunistas le exigen la documentación mientras le regalan una pregunta retórica: ¿tú eres falangista? Rafael lo niega con toda la convicción del que sabe que está atrapado diga lo que diga. No hace ni amago de sacar el carnet, ni lo necesitan. Le miran a la cara y un segundo después Rafael León tiene un tiro en la cabeza y cae sangrando al suelo.

Antes de despedirse del cadáver, ambos le golpean con las culatas de sus pistolas. De estos golpes va a tardar en curarse más que del disparo, porque el muerto no está muerto. Un gesto del instinto ha movido su frente lo justo como para que el tiro haya entrado en sedal y, pese a lo estrepitoso de la sangre que le tapa la cara, en la casa de socorro firman un parte médico donde se señala que la herida es de pronóstico reservado pero «sin interesar órganos de importancia».