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Napoleón, el hombre que trajo la Primera Guerra Global

El historiador Alexander Mikaberidze impulsa una atrevida teoría que demuestra que Bonaparte y sus campañas no afectaron solo a Europa, tuvieron un efecto colateral que se dejó sentir en todo el mundo, desde América y Oriente Próximo hasta Asia. La importancia de sus efectos son similares a los de la contienda de 1914
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Cuanto más descabellada parecía la idea, más aterrorizados estaban los ingleses. En 1807, los británicos fueron conscientes de unas cláusulas secretas, a las que accedieron a través de una rocambolesca operación de espionaje, que les permitió acceder al, en principio, disparatado plan que Napoleón reservaba para invadir Oriente y alcanzar la India británica. Una iniciativa que, como el historiador William Dalrymple describe en su libro «El retorno de un rey» (Desperta Ferro), estaba refrendado por un despacho del embajador persa que rezaba lo siguiente: «En el caso de que S. M. el emperador de los franceses tuviera la intención de enviar un ejército por tierra para atacar las posesiones inglesas en la India, S. M. el emperador de Persia, como su bien y fiel aliado, le cedería el paso».
Bonaparte, queriendo emular la antigua gesta de Alejandro Magno, preparaba una expedición compuesta por un total de 50.000 soldados franceses de la «Grande Armée». Contemplaba entrar con ellos a su lado en Oriente Próximo, atravesar lo que hoy son las tierras de Irán y llegar a la India para disputar a Londres su supremacía en ese territorio. En principio, una locura. A la vez, Rusia descendería hacia el sur, a través de las estepas afganas, poniendo en jaque mate a la corona británica. Esta habilidosa y en principio imposible estrategia, salpicada de dificultades, aunque en manos de Napoleón nadie podía asegurar que fuera algo irrealizable al cien por cien, quedaría de pronto truncada cuando el almirante Nelson hundió la flota francesa en las aguas de Egipto. Pero el fantasma de esta proyección militar, lejos de desaparecer, permanecería en la supersticiosa mentalidad inglesa y con el tiempo, el miedo a perder la India, desembocaría en el «Gran Juego», el pulso por la hegemonía en Asia que sostendría nada menos que con Rusia.

Una nueva interpretación

Esta idea de atacar las posesiones británicas más allá del continente europeo proporciona una idea bastante exacta del alcance total que tuvo Napoleón (y sus sueños megalómanos) y le sirvió de pista y alicate al historiador Alexander Mikaberidze para examinar este periodo bajo un prisma distinto. Su libro «Las guerras napoleónicas. Una historia Global» (Desperta Ferro), galardonado con el Premio Lehrman Military History Prize y el Book Award de la Society for Military History, muestra cómo las campañas que desencadenó el llamado «pequeño cabo» distaron bastante de ser un problema únicamente europeo y tuvieron en realidad un alcance mundial.
De hecho, estas guerras funcionaron como una enorme onda expansiva que recorrió la Tierra y que llegó a lugares en principio tan remotos como las geografías asiáticas. «Cuando estudiamos las guerras napoleónicas lo más sorprendente es que no nos damos cuenta de las repercusiones que tuvieron en lugares como Japón, donde se produjo el ataque británico a Nagasaki en 1808 o los dos intentos de apertura de China por parte de los británicos, uno en 1801 y otro mucho mayor en 1808», comenta el propio autor en una entrevista.
Existen varios motivos lógicos en los que apea la teoría que defiende Alexander Mikaberidze. La primera de todas es que la Revolución Francesa alentó una serie de ideas nuevas que tuvieron un efecto demoledor para los viejos y acomodados regímenes. Conceptos nuevos como «nación», «igualdad», «libertad», «pueblo» o «fraternidad» funcionaron como verdaderos obuses contra las obsoletas estructuras monárquicas, sustentadas en una catenaria estatal que solo aspiraba a una única meta: mantener sus prebendas y privilegios, aunque eso supusiera mantener a la población en la pobreza o en un estado de desigualdades insoportable.

Gran Bretaña, la nueva potencia del mar

Las guerras de Napoleón dejaron todo un rosario de consecuencias. Una de las principales es que, con la desaparición de España y Francia como potencias navales, Gran Bretaña se hizo con los océanos. Eso le permitió asentar sus colonias más allá de sus islas y emprender conquistas y expediciones nuevas. Esta supremacía marítima supuso la apertura de una nueva época, reforzó su control mundial. Londres inició una nueva etapa de supremacía. De hecho, ya habían terminado con la presencia francesa en Canadá, en los territorios conquistados por los holandeses ahora dominaba el pabellón británico, España había sido desterrada de sus antiguos mares en América y se hicieron con enclaves de enorme importancia comercial como Ceilán, las islas Mascareñas y Singapur. Era el inicio de un siglo XIX que estaría bajo su égida. De hecho, su poder en la India se reforzó en 1803 cuando entraron en la ciudad de Delhi y el emperador mogol, anciano, quejumbroso, mal de la vista, se convirtió en un títere de sus intereses. En apenas dos décadas, las guerras napoleónicas habían cambiado la correlación de fuerzas en el mundo entero. Habían desaparecido imperios y habían emergido otros. Igual que ocurrió con la Primera Guerra Mundial, cuando un mundo entero desapareció.
Napoleón no dudaría en extender este ideario más allá de las fronteras de Francia, por los demás países, abriendo de esta manera fracturas sociales en ellos (que además muy pronto se coaligarían para derrotarlo a él). Se abría de esta forma un inédito periodo en la historia. A partir de ahora, las guerras ya no serían «un asunto de los reyes, se convirtieron en un asunto de las naciones». De hecho, los franceses revolucionarios no dudaban un ápice de que estas ideas nuevas traerían consigo regímenes distintos en los países por los que se difundieran y que enseguida encontrarían el respaldo de la población. O lo que es lo mismo: se avecinaba un tsunami de reformas sociales, económicas y políticas. Como asegura Mikaberidze: «Los efectos de la revolución en el exterior no estuvieron causados tanto por los nuevos métodos y conceptos militares como por cambios radicales en la política y en la administración, por el nuevo carácter del gobierno, por las circunstancias alteradas del pueblo francés».
Los Estados tuvieron que movilizar grandes masas de población para formar ejércitos y combatir a Napoleón. Para esto necesitaba una eficiente burocracia, una administración efectiva, tanto tributaria como para reclutar efectivos, y una renovación y evolución armamentística. Esto supone un incremento de la producción industrial, augurando ya la posterior etapa, la que sobrevendría décadas después: la sociedad industrial.

España, el país clave

El primer efecto de todo lo anterior fue un reequilibrio de fuerzas a nivel internacional que afectaría al planeta entero. Para empezar, el paso de Napoleón por Egipto trajo consigo el auge de Mehmet Alí y el nacimiento en el Nilo de un potente país. Esto no se queda en algo meramente aislado. Supuso una merma de un imperio: el otomano. Este se vería afectado también por la expansión del imperio ruso, que saldría reforzado de lucha contra los franceses, ahogando al poder de Constantinopla.
Además, metía en el reciente juego de alianzas y de intereses, a una potencia que hasta ahora estaba al margen: Irán, que, a su vez, al igual que Afganistán, comenzó a erigirse en una potencial amenaza para las fronteras inglesas en su apreciada India. Todo un efecto dominó. Acaba de despertar, por un lado, la llamada «cuestión de oriente» y, por otro, era el preludio del ya citado «Gran juego».
No obstante, para Mikaberidze existe una pieza que resulta crucial en esta concatenación de hechos: España. «Si bien las guerras napoleónicas tuvieron profundas consecuencias en Europa, para mí, el mayor impacto se produjo en el hemisferio occidental. La decadencia y eventual colapso del imperio español debería ser uno de los puntos centrales de la historiografía napoleónica». Existen varios factores. El primero es la difusión de las nuevas nociones que aireó la revolución francesa que, llegaron a las colonias que España tenía en el continente americano y que afianzaron sus intenciones independentistas. Otro momento crucial fue la invasión francesa de la península ibérica. La Guerra de Independencia dejó a España muy mermada y supuso un enorme desgaste humano, de su prestigio y de las arcas de su erario. El tercero, y también muy relevante, fue la destrucción de la armada española en las aguas de Trafalgar, que tuvo una secuela demoledora. Esta batalla dejó a los españoles sin posibilidad de apaciguar las revoluciones que se producirían en las colonias, que, además, integraron a oficiales ingleses en sus fuerzas para plantar cara a la reacción de España.
Aunque nuestro país, como narra el historiador, supuso el mayor error de la estrategia de Napoleón y se convirtió en una verdadera trampa debido a su error de cálculo –mandó a las tropas peor preparadas de su ejército y no contaba con la reacción de los españoles, que no dudaron en levantarse contra el invasor–, la realidad es que para España tuvo consecuencias terribles. Como imperio quedaría liquidado. Y no fue la única consecuencia que se produciría en América: también propiciaría la compra de Luisiana, un territorio que serviría de catapulta para la expansión al Oeste de Estados Unidos y su consolidación como potencia.