Tribuna

Café (aguado) para todos

"La Universidad corre el riesgo de acabar dedicada a la producción (y reproducción) de ideas sin el menor valor intelectual, al menos en campos como el de las Humanidades"

Varios estudiantes asisten a clase en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid
Varios estudiantes asisten a clase en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de MadridJesús G. FeriaJesús G. Feria

Hay en España un organismo oficial (sí, uno más) llamado ANECA. ANECA es el acrónimo para la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación. ¿Su misión? Asegurar que la educación universitaria tenga la calidad que todos esperamos de ella. Dos de las cosas que hace la ANECA es acreditar a los futuros profesores universitarios (esto es, decidir quién está preparado para dar clase en la Universidad) y certificar su producción científica (o sea, comprobar que los profesores, que no solo son docentes, cumplen con su otra obligación básica: investigar).

Pues bien, este año la ANECA ha evaluado positivamente el 93% de las solicitudes que ha recibido para poder ejercer como profesor titular (la principal figura docente en nuestras universidades y la que otorga la condición de funcionario). Del mismo modo, ha evaluado positivamente el 97% de las solicitudes de sexenios de investigación que han presentado profesores titulares y catedráticos (lo que significa que ha dado el visto bueno a la actividad investigadora que los solicitantes han desarrollado durante un período de seis años naturales). Cuidado, no se trata de un mero reconocimiento formal: tener sexenios permite dirigir tesis doctorales, impartir menos horas de clase y cobrar más.

Los datos anteriores parecen sugerir que el profesorado universitario español es excelente a todos los niveles: no solo llega perfectamente formado al momento de solicitar un puesto estable, sino que una vez que lo consigue, desarrolla una investigación de enorme calidad. Nada extraño, claro está, si consideramos que casi nueve de cada diez tesis doctorales (un 83% en 2021, para ser exactos) recibe la máxima calificación (sobresaliente cum laude), que la nota media de los egresados de los estudios de máster (que son obligatorios para poder acceder a los de doctorado) no baja del notable alto (un 8,2 en el curso académico 2019-20), que los graduados salen de nuestras universidades con una calificación media de notable (7,3 en dicho curso) o que la prueba de acceso a la Universidad solo la suspende, de media, un 3% de los que se presentan a ella. Toda la Universidad española parece rezumar excelencia por los cuatro costados.

Nadie duda de que nuestras universidades son capaces de producir extraordinarios profesores e investigadores. En los programas de los congresos internacionales más reputados o en los índices de las revistas científicas con más impacto abundan los nombres españoles. Destacamos también en otros indicadores de calidad, como, por ejemplo, la financiación que recibimos de la Unión Europea para investigar. No obstante, una cosa es que nuestros mejores investigadores estén a la par de los mejores investigadores de otros países y otra, bien distinta, que todo nuestro tejido universitario posea la excelencia que las estadísticas anteriores parecen sugerir.

Las sensaciones que se tienen desde dentro son bien diferentes: los alumnos llegan a la Universidad cada vez peor preparados, el absentismo en las aulas alcanza niveles inimaginablemente indecorosos (hasta el punto de que muchos profesores ha vuelto obligatoria la asistencia a clase), los temarios son cada vez más sencillos, los trabajos académicos de los alumnos son mediocres (siendo benévolos) y los temas de las tesis doctorales están cada vez más alejados del núcleo de sus respectivas disciplinas y cada vez más sesgados hacia temas de actualidad (fuertemente ideologizados y de dudoso interés teórico). Respecto a los profesores, publican cada vez más, es cierto, pero la relevancia y el impacto real de lo que publican son, en su conjunto, escasos. Y en cuanto a su docencia, la mayoría ha acabado resignándose a adaptar sus clases al nivel de comprensión de sus alumnos.

¿Y qué hemos hecho al respecto? En lugar de apostar por la verdadera excelencia –que solo es posible a través de la (auto)exigencia y el esfuerzo–, hemos optado por rebajar de modo sustancial lo que pedimos a todos los niveles, desde el bachiller que opta a una plaza universitaria, hasta el titular que quiere acreditarse para catedrático. Y como además somos cada vez más dependientes de la imagen pública que proyectamos (y, sobre todo, de la que queremos proyectar), hemos maquillado nuestra claudicación con estadísticas que solo sirven para hacer propaganda de lo que no somos. Sumemos a lo anterior la mercantilización creciente de la Universidad, que ha convertido a los centros en proveedores de servicios y a los alumnos, en clientes a los que tener satisfechos. El resultado es que ningún ministro, rector, claustro universitario o asamblea de alumnos está hoy dispuesto a tolerar, por poner un par de ejemplos, las tasas de suspensos de hace unos años (cuando la exigencia académica era notablemente mayor) o los números de doctorandos de hace una década (cuando las tesis se hacían por verdadera vocación investigadora y no para conseguir puntos en las oposiciones). Finalmente, un sistema que premia el trabajo mediocre se retroalimenta con enorme facilidad: ¿para qué trabajar más o en temas más complejos si trabajando menos o en temas más simples se consigue lo mismo (el aprobado, el título de doctor, el sexenio, la financiación, la cátedra…)?

Todo lo anterior no implica que la actividad de la Universidad deba juzgarse según criterios puramente utilitarios. Soy de los profundamente convencidos de la necesidad de que una sociedad dedique parte de su riqueza y sus fuerzas productivas a una institución como la universitaria, cuya función principal es la de transmitir el conocimiento heredado y ampliarlo a través de la investigación (y solo de modo secundario, buscarle una aplicación). Es más, me parece maravilloso (y señal de una civilización madura) que haya alguien en algún despacho universitario que esté dedicando su vida a algo tan poco rentable económicamente como, por ejemplo, describir la lengua lúdica, que hablan unas trescientas personas en la Carelia rusa. Otra cosa es, sin embargo, la pérdida real de calidad docente e investigadora que se está produciendo en la actualidad, a la que esta política de café para todos está contribuyendo notablemente. Hoy la Universidad corre el riesgo de acabar dedicada a la producción (y reproducción) de ideas sin el menor valor intelectual, al menos en campos como el de las Humanidades. Y desde luego, hay una enorme desproporción entre lo que la Universidad hace y lo que podría hacer, con los mismos recursos de los que dispone, si apostara por la filosofía contraria: una genuina meritocracia.

El problema es (reconozcámoslo sin tapujos) que en la Universidad nadie controla nada. Puedes contar en clase lo que te plazca amparándote en la libertad de cátedra. Puedes, de hecho, no contar nada de lo que enseña tu compañero que imparte tu misma asignatura aduciendo que perteneces a una escuela de pensamiento diferente. Puedes escribir un artículo científico cada cinco años (o cada diez... o nunca) argumentando que te ocupas de un tema muy complejo (o que estás en contra del actual sistema de valoración de la actividad investigadora basado en los índices de impacto). Puedes ser enormemente exigente con tus alumnos o puedes inventarte un sistema docente que garantice a todos el aprobado general. A la vista está (los porcentajes de acreditaciones y de sexenios concedidos son una prueba de ello), que da igual lo que hagas, porque el sistema universitario te dará su visto bueno. Y todo el mundo parece estar contento. Es lo que tiene el igualitarismo a la baja: que nadie se queja porque beneficia a todos… aparentemente. Porque quienes de verdad se esfuerzan por dar clases rigurosas y formativas, y por investigar en los temas importantes en su área (y afortunadamente, son muchos todavía), se escandalizan por este despilfarro y esta abjuración de los principios rectores de la institución universitaria, y cuando les sirven este café aguado solo aciertan a recordar el conocido aforismo platónico: «La peor forma de injusticia es la justicia simulada».