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Viena, el último rosal de Klimt
Ideal para golosos del buen gusto y obligada para amantes del arte, la ciudad nos protege de los rigores del invierno con tesoros escondidos
Con permiso del escultor Rodin, quien también podría presumir de exponer un busto de bronce dedicado a Mahler en el Belvedere Superior, se podría decir que el beso menos efímero de la historia del arte se lo debemos a Gustav Klimt, autor fascinante por su obra, su personalidad única y su carisma. Basta con recorrer los jardines monumentales del palacio barroco y subir hasta el corazón de una de las galerías más visitadas de Viena para ahondar en una verdad universal: el amor no entiende de edad, aunque sus expresiones sean, con el paso de los años, algo distintas. No hay más que sentarse en el diván que invita a la contemplación, y el disfrute, de El beso eterno entre los supuestos protagonistas Klimt y Emilie Flöge y desviar, de cuando en cuando, la mirada. Selfies para solitarios. Jóvenes que inmortalizan, en un arrebato de silencio íntimo, el beso más célebre del modernismo. Parejas maduras que se abrazan sin grandes malabares, entre el pudor y algo de vanidad, no sea que al apoyar la cara sobre la mano, las arrugas distorsionen el pretendido óvalo perfecto: el que se imita diariamente, el que aún perdura entre laminillas de oro y estaño.
Un comprador se encaprichó muy pronto de la obra realizada entre 1907-1908 y del magnetismo de sus protagonistas. No hay que olvidar que Emilie Flöge destacaba por su elegancia, por sus sofisticados vestidos vaporosos que combinaba con joyas de la Wiener Werkstätte y por su visión empresarial: revolucionó la alta costura en Austria y liberó a sus clientas de los corpiños que imperaban en la época. En su salón de moda Schwestern Flöge, que fundó junto a sus hermanas Pauline y Helene, llegó a emplear a 80 costureras. En el Museo de Viena, por cierto, se exponen algunos vestidos de sus colecciones. En cualquier caso, más de un siglo después, las manos huesudas y varoniles que sostienen su rostro delicado, enmarcado entre flores y mosaicos dorados inspirados en la iglesia de San Vitale en Ravena, Italia, cuentan con un ferviente y numeroso séquito de admiradores.
Tras el último rosal
Lejos del Palacio del Belvedere, sede de más de 400 obras de periodos tan variados y fecundos como la Edad Media, el Barroco o el Modernismo vienés, y de pintores tan sobresalientes como Van Gogh o Monet, se encuentra un lugar apacible y menos transitado, excepto los domingos de Navidad, una época especialmente bonita y acogedora en Viena. Ni el frío de diciembre, que se burla con un buen abrigo y un gorro, resta un ápice del encanto de esta ciudad imperial.
Merece la pena invertir 20 minutos en la puntual línea U4 y retroceder, con toda naturalidad, a principios del siglo XX. Entre la arboleda silenciosa del distrito 13, el estudio de Gustav Klimt, quien era muy selectivo con los encargos que aceptaba, permanece abierto. Recorrer las amplias dependencias de esta pequeña villa, tan coqueta y evocadora, tan poética y nostálgica, es sumergirse en otra dimensión. Un lujo para saborear, sin prisa, una parada en el tiempo para acariciar la atmósfera creativa donde el presidente fundador de la revolucionaria Secesión de Viena concibió, desde 1911 hasta su muerte en 1918, algunas de sus obras más destacadas, entre ellas Adán y Eva.
Tal y como se puede apreciar en las fotos históricas (y se recrea), una cama ocupaba gran parte del estudio, cuyas cristaleras daban a un impresionante jardín. Allí, las modelos posaban para Klimt. Sentado en un pequeño taburete de madera frente al caballete, el vienés de estrafalarias túnicas y sandalias despertaba los lienzos en blanco gracias a una mezcla vibrante de colores, a los pinceles que se enredaban entre curvas sinuosas y a la inspiración que le susurraba el rumor de los árboles centenarios de su jardín de 6.500 metros cuadrados, por el que ronroneaban innumerables gatos. Se sabe que el vienés era un apasionado de las plantas, tanto que él mismo se encargaba de cuidar personalmente los rosales y las flores que, en sus cuadros, adornaban tan sutilmente el cabello hueco de sus mujeres. Flores que mitigaban su particular interpretación sobre la incertidumbre existencial o el áspero conflicto entre la vida y la muerte.
Gracias al tesón de su gran amigo y discípulo Egon Schiele que, al igual que su mentor, murió meses después debido a la fiebre española, Villa Klimt ha sobrevivido a innumerables episodios hasta nuestros días. Vendida, tomada por los nazis, reconvertida en escuela e incluso en almacén, la República de Austria devolvió el esplendor a la villa, declarada patrimonio cultural europeo en 2004, y restauró el estudio hasta recobrar su estado original. Incluso el jardín fue replantado tal cual Klimt lo disfrutó, incluidas las rosas de Damasco que en 1900 embriagaban la propiedad. En la actualidad, varios bancos se disponen frente a la casa. Un rosal originario de la época, el único que podría hablar de los cuidados delicados y la mirada luminosa de Gustav, no ha sucumbido a la tentación de morir.
Strauss, Pavarotti o Collins
Una torre, un tejado historiado sobre el resto de la muralla de la ciudad, la hiedra espesa en la fachada y un pequeño pasadizo, son las pistas que conducen al restaurante más antiguo de Viena, cuya entrada en los archivos históricos de la ciudad data de 1447. En la actualidad, los comensales pueden disfrutar del sonido de la cítara mientras saborean un sabroso schnitzel con patatas y una tarta Sacher casera, en la misma habitación donde se cantó e interpretó, por primera vez, el famoso Der liebe Augustin. No es el único encanto del restaurante Griechenbeisl, lugar de encuentro artístico y académico a lo largo de los siglos. En su famosa Sala de Mark Twain se encuentran las rúbricas de Egon Schiele o Johnny Weissmüller. Detenerse en el centro de dicha dependencia y comenzar a deambular con la mirada para rebuscar entre las firmas de Beethoven, Schubert o Brahms, es de por sí un espectáculo.
A escasos metros prosigue la vida entre la belleza monumental del centro de Viena, en sus confiterías refinadas, entre el eco rítmico de sus carruajes, entre la variedad de sus pinacotecas y sus templos entregados a la música. Conviene repasar antes de ir los programas de su Ópera Estatal (un paraíso para el oído a precios ridículos en la parte más alejada del escenario) y del Musikverein. No obstante, siempre nos quedará el icónico edificio de la Secesión, cuyo contenido y continente supusieron un escándalo mayúsculo desde su creación en 1898. Tras el lema del umbral modernista «A cada época su arte, al arte su libertad», se accede al emblemático Friso de Beethoven, en el que Klimt arrojó su visión sobre la interpretación que Wagner hiciera de la novena sinfonía. Contemplar este mural que resume la búsqueda de la felicidad entre las alegorías de la enfermedad, la locura y la muerte, mientras se escucha la ópera del director y dramaturgo alemán con unos auriculares disponibles para los visitantes, es un momento épico que, de por sí, justifica el anhelo de un viaje a Viena. La firma de ambos compositores, por cierto, se encuentran muy juntas en el techo del restaurante Griechenbeisl.
Más información en https://www.austria.info/es
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