Tribuna
Vuelcos jurisprudenciales
Que sobre el derecho a la vida, la libertad en la educación o la función del Poder Judicial haya vuelcos jurisprudenciales, en apenas dos años, muestra que el enterramiento de una doctrina asentada obedece, no a razones jurídicas, sino a un proceso constituyente fraudulento
Decía recientemente en La Razón Andrés Ollero, exmagistrado del Tribunal Constitucional, que «lo importante en el Constitucional es el respeto a los precedentes, lo que no significa que no quepa cambiar de criterio, pero sí que hay que fundarlo en una argumentación muy sólida». Totalmente de acuerdo. Ese es el valor de la jurisprudencia, esto es, la doctrina que, de modo reiterado, se establezca al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho.
Es lo que dice el Código Civil y no haré cuestión sobre si la denominación de «jurisprudencia» es privativa del Tribunal Supremo o extensible al Tribunal Constitucional. Lo relevante es el concepto, pero con un matiz: del Constitucional procede la doctrina que establezca al interpretar la Constitución, la del Supremo la del ordenamiento infra constitucional. Matiz aparte, con su jurisprudencia ambos tribunales comparten la misma función y exigencias.
Conviene reparar en la importancia de la jurisprudencia, y ya sea la de un Tribunal u otro, es un patrimonio jurídico de la máxima relevancia. O dicho de otra manera, la jurisprudencia no «pertenece» al tribunal que la elabora hasta el punto de que pueda disponer de ella a su antojo. Es patrimonio de toda la comunidad: la hace suya y ajusta sus relaciones jurídicas a esa interpretación de las normas, en ello va la seguridad jurídica y que se consolide el Estado de Derecho.
Pero no se trata de un patrimonio pétreo, al contrario: necesita evolucionar. Los tiempos y el sentir social cambian, las normas sobre las que se elabora también, y de los tribunales supranacionales pueden venir novedades que exijan matizar o modificar nuestra jurisprudencia. Esa evolución debe ser pausada, meditada y prudente -jurisprudente- y no casa con cambios sorpresivos pues peligraría la seguridad jurídica. Esto exige que la rectificación o matización deba justificarse con una «argumentación muy sólida», en palabras de Ollero y, desde luego, el mero cambio en la composición de un tribunal no justifica vuelcos jurisprudenciales, aunque los nuevos miembros discrepen de la jurisprudencia anterior.
Lo digo porque en apenas dos años el Tribunal Constitucional ha cambiado su doctrina en aspectos medulares. Un cambio que coincide con su actual composición, mimetizada con los intereses gubernamentales y de la mayoría parlamentaria. No admito que esa sea la consecuencia de un tribunal elegido desde instancias políticas, porque la elección de sus miembros por las Cortes, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial será asumible si se hace con visión de Estado -como en sus inicios- y no con intención partidista.
Según se conciba al Constitucional el resultado será, o que sea un verdadero tribunal, o una dependencia gubernamental, o una tercera Cámara cuya función sea dar el «visto bueno» a las iniciativas de la mayoría que lo nombra. O, peor, un órgano formado con la fraudulenta encomienda de mutar la Constitución sin tocar una coma. Ejemplos no faltan y basta estar a lo sentenciado en apenas dos años. Veámoslo.
Las sentencias de 2023 sobre el aborto se apartan de la sentencia de 1985 al erigirlo en derecho fundamental; lo mismo que con la eutanasia respecto de lo sentenciado en 1990, erigiendo el suicidio asistido en otro derecho. Constitucionalizan la cultura de la muerte. Otro caso es la sentencia de 2023 sobre la educación diferenciada, apartándose de los precedentes de 2018. Son sentencias ideológicas y esa función de poder constituyente no la ejerce, obviamente, declarando a las bravas un nuevo derecho fundamental como número bis en la Constitución, sino deduciéndolo de otros.
En otras sentencias el cambio se explica por razones políticas, sin descartar el más ridículo de los vicios, la soberbia, que lleva al ajuste de cuentas. Ahí están las sentencias sobre el fraude de los ERE, que rompen los límites entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional, acudiendo a «descalificaciones gratuitas» a los tribunales ordinarios, según dicen los votos particulares. Otro tanto cabe decir de la sentencia sobre el «caso Otegui» y, en fin, la más reciente sobre el estado de alarma, apartándose del precedente de 2021.
Ya sea por motivación ideológica o por intereses políticos, el quehacer judicial no brilla como el arte de lo justo y queda en mero malabarismo semántico. Un modo de juzgar que jibariza al jurista, que se olvida de esa noble condición para quedar en hábil armador de coartadas aparentemente jurídicas y lo hace con el bochorno de que su apreciada fama de progresista sea un trampantojo que apenas oculta un blanqueo de corruptos.
Nuestra Constitución no está desfasada ni la jurisprudencia constitucional estaba enmohecida. Que sobre el derecho a la vida, la libertad en la educación o la función del Poder Judicial haya vuelcos jurisprudenciales, en apenas dos años, muestra que el enterramiento de una doctrina asentada obedece, no a razones jurídicas, sino a un proceso constituyente fraudulento.
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