Letras líquidas

Lo que sea una bandera

Cinco décadas de aprendizaje democrático han hecho que la mayoría entienda que no son un insulto, ni la expresión de una ideología, que no son un partido político, ni se mimetizan con unas siglas ni, desde luego, pueden ser un arma arrojadiza o un motivo de vergüenza o escarnio

Aunque se ha aceptado y asumido que los aros olímpicos representan a cada uno de los cinco continentes, la realidad es que el barón de Coubertin quiso hacer un guiño a los países que participaron en los primeros Juegos Olímpicos. Eligió, allá por 1913, los seis colores que estaban presentes en las banderas nacionales: azul, negro, rojo, amarillo y verde para los aros y el blanco de fondo. Más allá del espíritu común al que apela este emblema de la competición, el padre de las Olimpiadas modernas supo ver la importancia de los símbolos nacionales, el valor de lo que representaban no solo dentro de sus fronteras sino también lo que simbolizan cuando salían de ellas. Y, en este verano de intenso olimpismo parisino, de enseñas que han ondeado a ojos vista del espectador mundial, resulta casi imposible abstraerse de las intrincadas y complejas relaciones que muchos en España mantienen aún con la bandera, con nuestra bandera.

No es cuestión de exaltar la simbología ni de envolverse sin más en los colores patrios, pero es un hecho que la relación que la mayoría de los países mantienen con sus banderas se maneja en unos términos de normalidad que aquí no siempre se encuentran: la ubicuidad de las enseñas de Estados Unidos o Reino Unido no solo en espacios oficiales sino empotrados en lo cotidiano, en objetos domésticos, adaptados a la moda en prendas de ropa, en los faros de un coche o, como ocurre en México, en turrones que son la propia tricolor. Pero aquí, ay, nuestras bipolaridades hacen que se haga invisible incluso, y como por arte de magia, en la investidura del flamante president de la Generalitat. Son obvias las cuestiones históricas que pudieron llevar a una parte de la sociedad al rechazo, pero ese repudio, entre la negación de la realidad y el complejo, no se ha eliminado con el paso del tiempo. Ni siquiera con la inestimable colaboración del deporte que, desde el triunfo en el Mundial de Sudáfrica, alentó el rojo y el amarillo, los bicolores nacionales, dándoles personalidad y un significado propio.

La peculiaridad de los nacionalismos-independentismos, que pide para sus distintivos el respeto que no da a los que considera ajenos, es un rasgo que permea la convivencia española y dificulta la comprensión del carácter de los símbolos. Cinco décadas de aprendizaje democrático han hecho que la mayoría entienda que no son un insulto, ni la expresión de una ideología, que no son un partido político, ni se mimetizan con unas siglas ni, desde luego, pueden ser un arma arrojadiza o un motivo de vergüenza o escarnio. A ver si a partir de ahora consolidando estas evidencias a través de las negaciones, damos un paso más y logramos definir, en positivo, todo lo que sí es nuestra bandera.