Opinión

Por qué nos fascina, sobre todo a la izquierda

Milei no puede dejar de ser mirado porque no aburre, como sus homólogos.

¡Un año de Milei! Y hay algo en él que no nos permite apartar la mirada; no es solo su melena desorganizada ni su retórica subversiva. Es esa cualidad de personaje de Borges (impredecible, contradictorio, apasionado y desafiante, como un personaje que no entiende del todo su papel en un sistema mayor, pero que actúa como catalizador del cambio) mezclada con las trazas de un rockero y la temeridad de un pirómano administrativo.

Milei nos fascina porque, en un mundo donde los líderes son burócratas taimados, supone una explosión de color moral, un tornado muy en clave Ilia Topuria, el campeón de UFC que se proclamó vencedor antes del combate (y otros gestos divertidísimos que lo han hecho leyenda, por encima de sus poderosos brazos).

Nos fascina Milei como nos fascina todo lo que tiene belleza y encanto, lejos del catálogo de señores bien trajeados de unos grandes almacenes y fuera de la corrección soporífera que nos deja huecos.

Y, para el mundo, todo desde Argentina, un país que lleva décadas sumido en la pobreza y el estancamiento, pero sobre todo en la imbecilidad, donde las primeras cifras comienzan a respaldar sus políticas. La pobreza empieza a retroceder, y lo hace no gracias a discursos vacíos ni a soluciones parcheadas, sino a decisiones intelectuales. Milei cortó subsidios, ajustó el gasto público y está librando una guerra abierta contra la inflación. Para sus seguidores, es el libertador que rompe cadenas fiscales; para sus detractores, un (villano) neoliberal. Puro magnetismo y singularidad: Milei no puede dejar de ser mirado porque no aburre, como sus homólogos.

Milei nos fascina por su sentido del espectáculo; porque no es un político. Pero lo más fascinante de Milei no es su éxito temprano, sino su capacidad para convertir la política en performance. Habla como un profeta, grita como un predicador, se mueve como una estrella del punk y su energía, y su frecuencia altísima es contagiosa.

En un escenario global plagado de tecnócratas ladinos, Milei destaca como un relámpago en medio de una irritante lluvia de esa que no moja o moja mal, con tal convicción que incluso quienes no lo apoyan empiezan a preguntarse en la intimidad: ¿y si funciona?

Los resultados iniciales, aunque aún prematuros, le están dando la razón. Milei es la encarnación de lo inesperado, el antihéroe que llegó a la cima detonando la montaña hasta los cimientos. Un producto del realismo mágico argentino. Solo en Latinoamérica podría surgir un presidente que habla de amor por su perro muerto mientras cita a Von Mises. Milei es un fenómeno sublime y ridículo, en un cóctel explosivo que supone oxígeno para todos, entre Gardel y Maradona.

Y, algo simpático, nos fascina con la misma pasión que la izquierda lo detesta (y lo ama) porque no solo desmonta sus políticas, sino su narrativa. Y lo seguimos, conteniendo la respiración, con la emoción y el temor con las que si fuera un funambulista. Milei camina por la cuerda floja de la política global, y nosotros, fascinados, no podemos dejar de mirar.

¿Podría España tener su propio Milei? ¿Alguien que pusiera a temblar a los eternos chupópteros del sistema? ¿Alguien que convierta el Congreso en un concierto, con pasión, ideas claras y ausencia, por favor, de cursilería? ¿Alguien que, como Milei, demuestre que ser valiente, divertido y libre es más atractivo y mucho más eficaz?

Hace un año, Argentina entró en la playlist del mundo con un nuevo hit: Javier Milei. y la economía argentina comenzó a dar señales de vida. La pobreza, ese monstruo que se devora la esperanza de millones, ha empezado a retroceder. Y lo ha hecho no gracias a subsidios ni programas sociales, sino a un ajuste fiscal que Milei lidera como una sinfonía contemporánea.

Lo que está fuera de toda controversia es que Milei ha conquistado un lugar en la historia y no solo como el líder más disruptivo de su tiempo. Y no nos fascina porque tengamos todas las respuestas sobre él, al contrario, lo hace porque nos suscita preguntas. Y eso, en este siglo gris, es un espectáculo digno de consideración.