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Tribuna

Inquilinos sobrenaturales

Los museos son depósitos de piezas con mucho pasado. Dan juego a los que creen en fantasmas

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En 1989, en otra vida, mientras preparaba mis exámenes de selectividad para convertirme en periodista, una inesperada publicación llegó a los quioscos españoles. No existía entonces otra prensa escrita que la de papel, y el desembarco de un mensual a todo color, de gran formato, especializado en enigmas de la ciencia, la historia, la religión o el comportamiento humano, fue toda una sorpresa. Al frente estaba el entonces televisivo psiquiatra Fernando Jiménez del Oso. Su rostro, fotografiado en una estudiada penumbra, aparecía junto a unas grandes letras rojas en las que podía leerse Más Allá de la Ciencia. Aquello no era una simple cabecera; era una declaración de intenciones. La revista pretendía dejar atrás el paradigma dominante. Y yo, que buscaba un periodismo al que dedicar mis esfuerzos, intuí que había algo novedoso en semejante propuesta, algo que merecía la pena explorar.

Sus primeros números levantaron gran revuelo. Lo mismo sugerían la existencia de un pacto secreto entre los Estados Unidos y los ovnis, que publicaban un mensaje post mórtem de Enrique Tierno Galván, el alcalde del Madrid de la Movida, ateo confeso, en el que este hablaba de lo bien que se estaba «al otro lado». Por una curiosa casualidad, el mismo mes que empecé mis clases en Ciencias de la Información publiqué mi primer reportaje en sus páginas. Fue entonces cuando la todopoderosa agencia soviética de noticias Tass circuló unos exóticos teletipos sobre los aterrizajes de naves extraterrestres tripuladas en ciudades rusas. Lo hizo –ahora lo sabemos– para distraer a Occidente de lo que estaba pasando en esos días en el Kremlin, con un Gorbachov decidido a impulsar una política de apertura inédita desde la revolución bolchevique, y con el Muro de Berlín a punto de venirse abajo. Nadie usó entonces la palabra bulo porque la fuente era oficial y la información, sencillamente, se dejó correr hasta que se olvidó.

Poco después, casi sin darme cuenta, pasé de colaborador a redactor, y en 1998 –nueve intensos años más tarde– terminé sentado en el sillón de Jiménez del Oso. Yo no había olvidado lo de los pactos, ni tampoco lo de los rusos. Las revelaciones campanudas me ponían en alerta y así, como por instinto, empecé a sentir una creciente ojeriza a los reportajes más «explosivos». Las noticias que hablaban de ruidos extraños, figuras fantasmagóricas o fenómenos inexplicables en inmuebles privados o edificios oficiales, pronto sustituyeron a Tierno y a Gorbachov. Los noventa trajeron los fantasmas del Palacio de Linares o del Museo Reina Sofía, y pese a la tinta que gastamos en ellas y a los creíbles testimonios de guardias de seguridad y personal de aquellos inmuebles que los describían, nunca terminó de aclararse la naturaleza de sus visiones. Todo moría siempre en un adolescente congojo. Por eso, cuando llegué a director de Más Allá, preferí dar prioridad a los enigmas arqueológicos o a reportajes «oculturales» en los que se desvelaba la influencia de las creencias en lo mágico y lo sobrenatural en escritores, políticos e incluso en científicos de renombre.

Sin embargo, supongo que llevado por los viejos hábitos de esos años de noticias de impacto, seguí añadiendo historias de fantasmas a mis archivos. Las recortaba de los periódicos con el mismo deleite que otras sobre Macchu Picchu o las pirámides. Tenía mi secreta razón para hacerlo: yo mismo creí haber tropezado con uno al poco de empezar mi carrera. De hecho, fruto de aquel encuentro publicaría un libro –en parte novela, en parte tratado de arte– que titulé El maestro del Prado. Me di cuenta entonces de que algunos de los principales museos del mundo contaban –y aún lo hacen– con sus propios intrusos sobrenaturales. Mientras «mi» espectro del Prado era entonces un perfecto desconocido para la opinión pública, en el Louvre que ahora quiere reformar Macron presumían de «okupa» con nombre propio. Allí aún lo llaman Belfegor. Su inquilino, que parece caído de un relato de Maquiavelo (El archidiablo Belfegor), llegó incluso a protagonizar una serie de televisión en los sesenta. Historias así las hay en el Museo Arqueológico de Nápoles o en la Finca Vigía de Cuba en la que vivió Ernst Hemingway, pero lo que no me esperaba era que fuera a encontrar una más en el muy venerable Museo Británico de Londres.

Los museos son depósitos de piezas con mucho pasado. Dan juego a los que creen en fantasmas. Recuerdo que en la redacción de Más Allá utilizábamos el término «impregnación» para referirnos a esos objetos que han protagonizado hechos impactantes y que irradian algo inefable cuando se los contempla. Yo era escéptico. Había leído sobre el cartonaje de una momia del Antiguo Egipto que había salido del British hacia Nueva York a bordo del Titanic y que fue, al parecer, la que causó su hundimiento. Pero aquello no fue más que un rumor. La «unlucky mummy» –o momia de la mala suerte– sigue asomada a sus vitrinas, tranquila, sin que casi nadie repare en ella. Ahora acaba de publicarse en el Reino Unido un libro titulado Los fantasmas del Museo Británico, escrito con la intención de sacarme de mi error. Su autor, un artista llamado Noah Angell, que antes de la Covid hacía visitas guiadas con médiums que «hablaban» con las piezas, reivindica el lugar como el más encantado de Londres. Quién sabe. Volveré a visitarlo con esos ojos por si mi desaparecido «fantasma» del Prado anduviera de visita por allí y hubiera que reabrir mi vieja carpeta de recortes de prensa.

Javier Sierra es escritor y premio Planeta de novela.