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Letras líquidas

Karla Sofía Gascón, opinión y misterio

Si creemos de verdad en la libertad de expresión, con el límite siempre del derecho penal, el respeto a las declaraciones ajenas pasa por defender argumentos no solo que salgan de convenciones establecidas, sino que, directamente, generen repulsión

Dicen los psicólogos que escribir ayuda a clarificar las ideas. Poner sobre el papel aquello que uno va reflexionando configura el pensamiento y se llega a conclusiones que, a priori, podían no contemplarse. Resulta útil este ejercicio, especialmente, en aquellos asuntos que se enredan y acumulan tantos enfoques que amenazan laberintos. El «affaire» Karla Sofía Gascón, como una especie de Dreyfus contemporáneo, condensador de los males de nuestra era, podría ser uno de ellos. Un pasado amenazante que se revuelve contra la actriz en forma de polémicos tuits y que reúne todos los rasgos del drama contemporáneo de las sociedades occidentales del siglo XXI: el universo «woke», el afán de la corrección política (que anula la complejidad de los seres humanos, sus aristas y contradicciones) y la furia de la cancelación, con su vanguardista forma de destierro, alejando al proscrito de focos, promociones y alfombras rojas. Auge y caída sin solución de continuidad.

A ese cóctel de modernidad, se añade, además, uno de esos debates entre eterno y clásico, que cruza generaciones y sobre el que no parece nunca desplegarse el consenso: la duda sobre si es posible separar la obra del artista. Delimitar el comportamiento del creador de su dimensión más humana. Y, aunque el canon asume con claridad la distancia entre ambos en genios universales como Picasso, Hemingway o Neruda, el recelo recae en los nuevos casos. Volviendo a Gascón, el contenido de sus mensajes, por reprobables que fueran, no debería afectar a la valoración de su interpretación en «Emilia Pérez». Si creemos de verdad en la libertad de expresión, con el límite siempre del derecho penal, el respeto a las declaraciones ajenas pasa por defender argumentos no solo que salgan de convenciones establecidas, sino que, directamente, generen repulsión.

En una sociedad madura ese ejercicio de exponer los juicios o las valoraciones personales sin restricciones u obstáculos debería ir acompañado, además, de la responsabilidad individual. Y es precisamente en ese punto en el que nos acercamos a una de las cuestiones que mejor caracteriza al entorno digital que nos rodea, y a veces hasta engulle, el de la palabra y la imagen inmediata, el de los quince minutos de fama que ya presagió Warhol, ahora a solo un clic. Una especie de exhibicionismo compulsivo y opinativo convertido en trastorno de una época a la que, a modo de conclusión, cabría exigirle más libertad, respeto y coherencia. Y también, por qué no, un poquito de misterio.