Con su permiso
Defensa de la alegría (Con permiso del Nano y don Mario)
No pocas mujeres afganas están colgando en redes canciones, proclamas de protesta para contarle al mundo lo que allí pasa
Hay en los «Escritos de Londres y últimas cartas» de Simone Weil una deliciosa reivindicación de la alegría como necesidad esencial del alma. Roberto lo tiene anotado en un cuaderno que le recuerda que su ausencia «es un estado de enfermedad en el que la inteligencia, la valentía, la generosidad, se apagan». El pensamiento humano, sostenía la filósofa francesa, se alimenta de alegría. Ha vuelto a revisar la cita (Roberto es muy de subrayar y anotar, y procura repasar citas, cansado de leer y escuchar frases más o menos ingeniosas atribuidas casi todas a Churchill o a Chaplin las escribieran o no) después de escuchar en la radio que el régimen talibán afgano, a través de su Ministerio Para la Propagación de la Virtud y Prevención del Vicio, ha promulgado una ley que prohíbe la voz de las mujeres en cualquier espacio público. No se puede escuchar una voz femenina en ninguna circunstancia: ni anuncios, ni avisos, ni locuciones y, por supuesto, nada de canciones. A Roberto le parece un paso más en el empeño de ese régimen medieval por desterrar cualquier tipo de manifestación luminosa susceptible de herir su sensibilidad islámica. Aunque entierre la alegría. O precisamente para eso. Lee que la base del armazón legal que están edificando los talibanes en el Afganistán de 2024 es la escuela Hadafi, una filosofía del islamismo sunní, nacida más o menos en el tiempo en que Tarik entraba en la península ibérica allá por 711. Un retroceso de más de 1.300 años que visto en esa perspectiva puede ayudarnos a calibrar la dimensión de lo que allí se está viviendo ante la mirada impasible de una comunidad internacional que hace tres años abandonó a su suerte a los afganos, sobre todo a las mujeres, y ahora sólo se acuerda de ellos en los aniversarios. Supone Roberto que Occidente, en particular Estados Unidos, se ha dejado allí mucha sangre y que entre sus preferencias cuando contempla el tablero mundial y las jugadas a realizar, no está ayudar a los 40 millones de afganos y afganas cuya renta per cápita antes del empobrecimiento en que les ha metido el régimen medieval, apenas superaba los 300 dólares. Para ayudar están ahora chinos y rusos que sí pueden sacar tajada de la miseria afgana. Pero a él le duele. Con una angustia que torna en admirada solidaridad cuanto contempla y escucha cómo en la medida de sus posibilidades, más bien escasas, no pocas mujeres afganas están colgando en redes canciones, himnos, proclamas de protesta para contarle al mundo lo que pasa, para recordar que están ahí y que las hemos dejado solas, con sus ganas de libertad bajo el horror de ese Emirato Islámico, como se autodenomina el régimen que impone la más dura y restrictiva interpretación del Corán. Están sufriendo una suerte de «apartheid de género» y lo están queriendo contar y cantar a los oídos sordos de este Occidente que pasó pantalla en Afganistán y dejó al pueblo a merced de tipos que ven el mundo igual que el guerrero persa que derrotó a los visigodos en el 711 de la Península Ibérica, y se alían con chinos y esos rusos que tanto se dejaron también allí, recuerda Roberto.
No es él tan bobo como para creer que la alegría forme parte del negocio de la geopolítica, ni siquiera que procurarla sea el objetivo del buen hacer de la política nacional o mundial, pero asistir a la condena visible y constante de un pueblo entero, de un colectivo de más de 40 millones de personas, alrededor de las cuales se ha construido un muro bajo cuya oscuridad se ha retrocedido 13 siglos, ¡¡13 siglos!! … Eso sí se le antoja una suerte de dejación de funciones de lo que pomposamente se llama «Comunidad Internacional». Claro, que a la vista de horrores a los que estamos asistiendo con poco más de un escozor y alguna queja leve desde las grandes potencias que siguen jugando al ajedrez mundial aun resbalando sobre la sangre de decenas de miles de personas, pues lo de Afganistán es como un pequeño grano que apenas se nota.
Ya están ellas para contarlo cantando, para que no les asfixie la enfermedad de la falta de alegría que distinguía Simone Weil, para recordarnos que acaso no debiéramos olvidar que si la política ha de ser la búsqueda del bien común, el mismo reclamo, exactamente igual objetivo, habría de ser la energía de la política internacional. Pero en un mundo interconectado, lo global es únicamente lo que beneficia al sistema, y éste tiene a la solidaridad como un recurso más de propaganda que de impulso para actuar. Las estrategias se dibujan mirando el interés de cada país o, como mucho, de cada bloque político, militar y comercial.
Sabe perfectamente Roberto que las cosas no van a cambiar. Que lo más probable es que vayan a peor, pero alimenta cierta esperanza, quizá algún tipo de secreta alegría, el hecho incuestionable y aleccionador de que son las personas que están sufriendo esos ataques que ya no interesan, las que con más energía siguen llamando a nuestra conciencia dormida. Mantienen ellas la defensa de la trinchera de la alegría a la que cantaron Benedetti y Serrat.
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