Los seres humanos nos aferramos a fechas y efemérides para estructurar la realidad. Momentos clave que marcan antes y después o, al menos, «durantes» y que resultan relevantes por algún motivo concreto. La convivencia española está marcada, obviamente, por 1978, ese año epítome y resumen de la Transición por obra y gracia de la aprobación de la Constitución en su mes de diciembre. El cambio, la transformación de España, el paso de la dictadura a la democracia se produjo poco a poco, como la mayoría de los giros de la historia que van encarando las curvas discretamente. Y de la misma manera que esa data del siglo XX resume las décadas de crecimiento y desarrollo de nuestro país (por mucho que algunos renieguen del periodo moderno más fructífero de nuestra historia reciente), hay otra fecha que se instala en el imaginario colectivo y que aparece de forma recurrente para indicar el comienzo de algo o quizá el fin de otra cosa. Con el siglo XXI empezó un ciclo movido. La confianza y la bonanza del final de la centuria anterior llevó a las sociedades a confiarse, a creer que solo se puede mejorar y a olvidar que los baches y los pasos atrás también forman parte de la historia: la construyen y la conforman. La Gran Recesión fue el preludio de unas turbulencias mundiales que recalaron también en España hace unos diez años y que no solo tuvieron efectos económicos en el bolsillo de los ciudadanos o en los recortes y ajustes que se aplicaron a las cuentas públicas, sino que eclosionaron en asuntos menos cuantificables en el ánimo común: desafección, populismo, fragmentación de la representación pública y dosis evidentes de desconfianza hacia las instituciones. Y, en medio de ese marasmo, la jefatura del Estado se ha erigido como garantía de estabilidad y certeza constitucional, espacio de unidad y solidez, y celebra ahora su décimo aniversario. La España que somos hoy viene de 2014. Hemos encontrado otro hito fundacional.