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Aquí estamos de paso

Cansinos

La lealtad al líder pesa más que la debida a los propios principios

Tienen razón los que se escaman y tuercen el gesto cuando alguien dice o escribe que todos los políticos son iguales. Sostienen que ese tipo de afirmaciones priva a la política de su carácter de juego de equilibrios, de dispensador y ejecutor de diferentes recetas para la solución de los problemas, de territorio de la disputa con el objetivo de alcanzar el bien común. Que le arrebata, en fin, su carácter esencial de escenario de debate sobre lo público y gestión de la felicidad del personal. Del bien general, como diría alguna eufórica militante socialista recién ascendida. Es cierto que hacer tabla rasa de los políticos, igualarlos en un nivel, lastra y desprestigia la política. Y contribuye, por añadidura, a alimentar el argumentario facilón y entrañal (de entraña) de los populismos tan presentes y ruidosos en este tiempo. Todo esto es verdad. Y tiene poca discusión porque lo vemos y escuchamos todos los días. Pero sucede que con frecuencia, en realidad con machaconería casi insoportable, son las élites del poder político las que con más determinación contribuyen a la extensión del camelo. Los digodiegos, retractos y cambios de opinión, hace tiempo que dejaron de ser noticia porque ya no sorprenden: la coherencia es mas débil que el pragmatismo. Y en nombre de éste se suceden en esa élite de poder político los giros de guion y las mentiras disfrazadas de necesidad que todos nos tragamos. La lealtad al líder pesa más que la debida a los propios principios. La verdad sucumbe a la necesidad. Y el público asistente, que atiende a la forma en que sus representantes gestionan la cosa pública, se cansa del relato y se da la vuelta con el desdén adusto de quien pretende y se ve rechazado. No abandonamos la política, es ésta la que nos deja porque se juega en el campo de la discordia y busca enterrar al otro porque nos incomoda en vez de acordar con él para el bien común. El interés general sucumbe ante la necesidad partidaria.

Y así estamos. La izquierda no es la derecha, ni sus principios o compromisos se pueden igualar, pero los tics y carencias se repiten y son universales. A ambos lados. Y en los extremos y en el centro. El congreso coreano del Psoe arremete contra la prensa y los jueces que se conjuran contra ellos. El mismo argumentario que el trumpismo del otro lado del mar o la dolida expresión de los políticos europeos cuando ellos o sus líderes se ven salpicados por la corrupción o pillados en mentiras. Todo son campañas orquestadas y falsedad si la maquinaria de los poderes del Estado que soportan el equilibrio democrático se dirige contra uno. Si la justicia, obligada a ser ecuánime, y la prensa, obligada a la denuncia y la crítica, se te vuelven en contra, es que están compinchadas. Si el objetivo es el adversario, no. Por supuesto.

No todos los políticos son iguales, claro que no. Pero la falacia no se sustenta en difusas ideas post o pre democráticas surgidas de mentes oscuras o seres calenturientos. Conspiranoicos, hay; negacionistas, a porrillo; intolerantes y radicales obtusos, casi más. Pero de sus filas no sale el desengaño. El mal no es la mentira de los marginales, sino el engaño o la manipulación, el actuar repetitivo y ya cansino de gran parte de las élites que se alejan del compromiso del bien común para conseguir atornillarse en el poder o alcanzarlo a toda costa.