España
Posverdad, fake news y opinión pública
Hace tiempo que los políticos postergaron a los ciudadanos a un papel secundario
Si las redes sociales son un espejo que refleja nuestro mundo, es probable que, a menudo, muchos de nosotros nos hayamos sentido alienados y violentados por un contexto que no comprendemos. Es la sociedad de la posverdad, que nuestros hijos estudiarán como un tiempo en el que la razón fue devorada por la emoción.
La posverdad no es una cosa concreta como lo es una noticia falsa, cuyo origen, difusión y argucia se pueden desenmascarar. La posverdad es una situación, un ambiente líquido, una atmósfera en la que los hechos demostrados no cuentan para la formación de la opinión pública.
El prefijo post, como explica Lee McIntery (Post-Truth, 2018) no alude a lo que viene después (de la verdad), sino a que la verdad ha dejado de importar, a que los hechos y los datos ya no cuentan en la vida pública.
El hombre-red, inmerso en una burbuja endogámica de mensajes ideologizados, ha empezado a desarrollar una percepción de la realidad basada en lo que quiere creer y más se aproxima a sus preferencias políticas, no en la evidencia de los hechos o de los datos comprobados. Ya no importa lo que se dice, sino quién lo dice, y esa filiación sentimental determinará los actos políticos de los ciudadanos.
Según el último informe del Reuters Institute for the Study of Journalism (Universidad de Oxford), el 55% de la población se declara incapaz de distinguir qué es verdadero y qué es falso en Internet. Si bien la consultora Gartner ha alertado de que en 2022 recibiremos más noticias falsas que verdaderas, hace tiempo que conocemos la amenaza: el Foro Económico Mundial alertó en 2013 de que la propagación online de la desinformación sería uno de los 10 grandes problemas que afrontaría el mundo a partir de 2014. En 2015, la Unión Europea comenzó a financiar equipos cualificados para contener el impacto de las fake news provenientes del Este. En 2018, el 37% de los europeos aseguraba que recibía al menos una noticia falsa al día, mientras el 84% de la población considera las fake news como una amenaza para la democracia (Eurobarómetro, 2018).
Contra todo pronóstico, la utópica sociedad del conocimiento engendrada por las Naciones Unidas en los años 50 ha sucumbido en una distopía diseñada por las grandes corporaciones tecnológicas, cristalizando en una sociedad digital que tiene más de sociedad de masas que de sociedad del conocimiento.
En los años 20 del siglo XX, el hombre-masa eclosiona en forma de una muchedumbre «omnímoda de facilidad material», escribe José Ortega y Gasset en «La rebelión de las masas». Los dos rasgos característicos del hombre-masa eran «la libre expansión de sus deseos vitales y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia». De ahí que Ortega recurriera a la metáfora del niño mimado y del señorito satisfecho para describir la psicología de este hombre-masa que, ignorante del esfuerzo necesario para construir la calidad de la vida que ostenta, la desprecia porque sencillamente lo desconoce.
Algo parecido le ocurre al hombre-red, fascinado por el dispositivo electrónico que le ha abierto las puertas del mundo exterior. A través de sus redes sociales, el hombre-red juzga, opina, miente, arremete contra otros hombres y contra las mismas instituciones que garantizan su derecho a juzgar, opinar y mentir. Lejos de ampliar los confines de su conocimiento, la red ha obturado su visión del mundo exterior, y ya comienza a saberse incapaz de distinguir la verdad de la mentira.
La red ha configurado un inframundo en el que la vida cotidiana de las personas que tan solo quieren vivir en paz cohabita con los intereses mezquinos de quienes desprecian la verdad y la calidad del mundo que ocupamos. La aparente gratuidad de la red social, tan sofisticada y a la vez tan sencilla de manejar, ha convertido todas las opiniones en equivalentes, como señala Byung-Chul Han en El enjambre, arrostrando la jerarquía natural del conocimiento y, con ella, la auctoritas del hombre cultivado y prudente.
Sin embargo, nuestra democracia descansa sobre pilares tan frágiles como la credibilidad de la información que circula por la esfera pública y la confianza en las instituciones. Ambas están hoy amenazadas de muerte, y la urgencia del momento es terrorífica: los ciudadanos ya no creen las noticias que reciben y, lo que es peor, no creen a sus representantes políticos. La falta de sinceridad de nuestros dirigentes es tan descarada que el hombre-red mira la pantalla como quien mira un truco de magia: sabe que no es verdad, pero le fascina.
Hace tiempo que los políticos postergaron a los ciudadanos a un papel secundario en la vida pública, y lo hicieron sin percatarse de que, perdida la confianza, es imposible edificar nada perdurable, ni siquiera sus propios negocios.
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