Censura

Fray Junípero: orgullo español

Stanford retiró la calle dedicada al santo mallorquín tras la protesta de los nativos de California, pero la universidad mantiene el nombre del gobernador que masacró a los indígenas

Manuel Hernández Ruigómez

En estos últimos años, nos invade una oleada de intolerancia caracterizada por el derribo de estatuas y por la eliminación de nombres de calles dedicadas a figuras eminentes del pasado. Pareciera que se ha abierto una especie de veda que permite «disparar» contra cualquier personalidad histórica, ante el silencio ensordecedor de la sociedad civil. Es cierto que aquellos que nos precedieron, igual que nosotros mismos, somos personas con virtudes y defectos. Pero también lo es que algunos antepasados han realizado acciones y proezas por encima de lo común y es justo que, nosotros, sus sucesores, deseemos honrarlas y resaltarlas como ejemplo para las generaciones actuales y venideras.

A ese respecto, muchos de esos personajes históricos habrán tenido algún comportamiento reprobable; quién no. Y aquí entramos en las interpretaciones de las respectivas biografías. Pongámonos en el caso de Cristóbal Colón. Dependiendo de quién las haga, digamos que un grupo indigenista, Colón es transformado en un personaje de inusitada crueldad. Acto seguido, la noticia de que su estatua ha sido sustituida o derribada se convierte en una más que, dos días después, está olvidada a pesar de la trascendencia del personaje. Por su parte, el acto vandálico es integrado dentro de lo que se considera «políticamente correcto» a partir de valoraciones sobre las violaciones de derechos humanos que habría cometido el almirante.

Tras ello, pocos se atreven a poner en duda que semejante derribo ha sido «un acto de justicia». Claro que, siguiendo esta lógica, habría que demoler las pirámides de Egipto o el Coliseo romano porque fueron construidos por esclavos. Colón cometió injusticias y arbitrariedades, pero fue quien, apoyado por los Reyes Católicos, se aventuró por donde nadie antes se había atrevido, además de poner a América en los mapas, por no decir «descubrió» hiriendo a los políticamente correctos. Uno de los que más ha sufrido esta ola de fanatismo ha sido fray Junípero Serra, canonizado por el Papa Francisco en 2015. En realidad, es difícil saber por qué las hordas de la intransigencia han agredido a la memoria de este santo mallorquín que dedicó su vida a evangelizar y a educar a los californianos entre 1767 y 1784. Junto a sus hermanos franciscanos, fundó 11 misiones en el territorio del actual estado de California. En aquellos centros, además de evangelizar a los californianos, les enseñó a leer y escribir, a ser propietarios de la tierra, a ararla, a ser ganaderos.

Hasta entonces, aquellas gentes vivían de la caza y de la recolección y desconocían la agricultura. Junípero llegó a defender a los nativos frente a la Administración elaborando un importante texto que lleva por título: «Representación sobre la conquista temporal y espiritual de la Alta California», que ha sido calificado como verdadera carta de los derechos humanos de aquellos indígenas. El historiador estadounidense Steven W. Hackel considera a fray Junípero un personaje «extraordinario» a la altura de Jefferson o de Washington.

Pues bien, nada de eso ha servido a la supuestamente prestigiosa Universidad de Stanford que ha prestado oídos a asociaciones que pretenden representar a «nativos de California» y acusan al misionero de haber llevado consigo enfermedades y aplicado torturas a los naturales. Stanford les ha hecho caso simplemente porque su reivindicación falsaria ha entrado dentro de lo políticamente correcto. En consecuencia, la dirección universitaria decidió retirar el nombre de «fray Junípero Serra» de una de las calles de su campus ignorando la historia real del santo mallorquín.

Al parecer, entre su cuadro de profesores y de investigadores no deben de tener a nadie que haga valer la trayectoria de fray Junípero: de ahí lo de «supuestamente prestigiosa universidad». En cambio, esa institución mantiene el nombre de «Stanford». Recordemos que Leland Stanford fue gobernador de California entre 1861 y 1863 y, después, senador ocho años más, justo en la época, como señala María Elvira Roca Barea, «en que la población indígena de ese estado fue masacrada». Incoherencia palmaria. Con Junípero, Stanford y muchas otras instituciones dan carta de naturaleza al primer indocumentado que establece cualquier reivindicación histórica que, lejos de estar probada, suena bien en los oídos «intolerantes» y complacientes del siglo XXI. De ahí pasa a convertirse en políticamente correcto. Es inútil: podrán abatir sus estatuas, pero no borrarán la huella de san Junípero, orgullo de España.

Están construyendo una nueva historia, un pensamiento único en el que quien disiente es condenado a una suerte de ostracismo interior o a ser «despeñado» desde la Roca Tarpeya de la corrección política. Es como una nueva inquisición dotada de sutiles dispositivos preparados para condenar a quien sea al «infierno» de la reprobación social. De forma que periodistas o historiadores noveles tienen que andarse con cuidado de no adentrarse en la heterodoxia de lo «incorrecto» porque una inorgánica «policía del pensamiento» estará lista para truncar su carrera como reporteros, escritores o investigadores.

Manuel Hernández Ruigómez es Doctor en Historia de América