Barcelona
Réquiem por la Fiesta en Cataluña
La afición de Barcelona saca a hombros a Juan Mora, José Tomás y Serafín Marín en el cierre triunfal de La Monumental- José Tomás no falló el último día a su afición talismán - Un adiós entre lágrimas - «Prohíben una tradición en Cataluña» - El PP defenderá la Fiesta ante la «hipocresía nacionalista» - Negar lo catalán y lo español; por Alicia SÁNCHEZ CAMACHO - ANÁLISIS: ¿Sin toros y con «correbous»? - De mezquita a centro ecológico - El canto del cisne; por Andrés SÁNCHEZ MAGRO
- Barcelona. Segunda de la Feria de La Merced. Último festejo en La Monumental por la prohibición. Se lidiaron toros de la ganadería de El Pilar, bien presentados, manejables pero sin rematar. Lleno de «No hay billetes».
- Juan Mora, de verde y oro, dos pinchazos, estocada (saludos); estocada desprendida (saludos).
- José Tomás, de negro y oro, buena estocada (dos orejas); dos pinchazos, estocada, aviso (saludos desde el centro del ruedo).
- Serafín Marín, de corinto y oro, estocada (saludos); buena estocada (dos orejas).
Serafín se fue al centro de su plaza. A la mitad justo, donde podía divisar todo lo que estaba ocurriendo. Pensamos que cogería arena, la del adiós, la que se besa cuando se deja atrás el triunfo. Pero en realidad, habíamos llegado al fin. Último peldaño de ese angosto caminar que hemos transitado durante años. Pero no. Se arrodilló, una pierna, después la otra, y besó la tierra, el albero. La pleitesía máxima al lugar donde soñó ser torero, y lo logró. El lugar donde tantas veces se es feliz. Felicidad cuestionada. Una Monumental grabada en la retina de tantos, sufridores ayer, hoy, mañana. Y se extenderá mientras los políticos nieguen la Fiesta y aplaudan los correbous. Mientras la prohibición sea una dolorosa falacia sin rumbo animalista ni más ideología que dar una patada a la sentencia del Estatut y distanciarse de España. La España que les huele mal aunque germine en sus propias raíces. Vivimos el festejo con nuestra propia decadencia a cuestas, sin olvidar ya que detrás de esa puerta grande se cerraba La Monumental. Y detrás de ella, la huella de lo vivido, el recuerdo que nos mantiene vivos en el tiempo. Y nuestra historia, delatada en la piel propia y ajena. Forzó la máquina Serafín con el sexto. Todo valía, todo se antojaba poco para una despedida. El sueño dorado no llegaba, porque no existía, se nos escapaba el final feliz. Hubo, tras el último toro, una espiral de emociones sin ordenar. Nadie sabía qué hacer. Hacia dónde apuntar. ¿Un sobrero?, ¿para qué? Se alargaría la agonía. La gente se echó al ruedo, invasión, el bello albero de La Monumental y a hombros levantaron a José Tomás, que había abierto el portón desde el segundo de la tarde. Y después al torero catalán y casi a la vez a Juan Mora le despegaban los pies del suelo, sin orejas pero con un prodigio de torería de otra época.
La avalancha llenó la salida a hombros, con el sabor ácido ya de la indignación. Se había acabado. A José Tomás lo dejaron en el coche de cuadrillas, no quiso, no pudo, quién sabe, aguantar el demoledor camino hasta el hotel, mientras a Serafín Marín se lo llevaban por la Gran Vía y a Juan Mora rumbo a la Marina. De Puerta Grande hasta el mismo ascensor del hotel, aun con lugar equivocado. Y entre la bifurcación que tomaron los destinos de los diestros, un buen puñado de aficionados se quedaron a las puertas, ofendidos, heridos. A punto de liarse para acabar. Despechados, maltratados. Sin saber qué hacer. Cuán pronto el olvido haría presa de su clamor por la libertad. Avasallada. Muerta.
José Tomás despedía a la afición y antes de que eso ocurriera, desplegó el toreo con verdad. Los naturales de la faena al segundo, gloria vivida ya, morían para empezar de nuevo en el siguiente paso, al envite, al encuentro, qué encuentro, qué preciosidad. No quedó ahí, la faena estaba esculpida primero con el capote, en el saludo por verónicas, echando los vuelos y a esperar... encajada la figura, enjutos los riñones y sin ánimo de rectificar. Una delicia a la que siguió un quite por delantales, de manos dormidas, eternizadas en el lance. La obra, esa que se destruye casi a la vez de empezar, tuvo magia por el izquierdo, el mejor pitón del toro de El Pilar. Mediada la labor, atenuadas las revoluciones hubo una tanda espectacular, siete u ochos muletazos, relajado y sin renunciar a lo vertical. Su seña. Molinetes improvisados, que de ceñidos hablaron de la emoción y un estoconazo para rematar. No había dudas. Se echó el capote a la espalda en el quinto entre el clamor y esculpió el toreo por gaoneras. Puso entrega después a un toro con distinto ritmo en el viaje, desentendido de la entrega, robo tras robo para acabar.
El toreo de Juan Mora, que es la torería en estado puro, nos dejó preciosas verónicas y una media para abandonarse. El prólogo de faena rondó lo sublime y nos quedamos con pinceladas después. Se dejaba el toro. No más. Menos generoso fue el cuarto.
A Serafín Marín no se lo puso fácil la tarde. ¡Con lo que ya tenía el día de por sí! A su primero, de corto recorrido, le puso entrega y afición. Y una estocada de altos vuelos para rubricar. Con el sexto se lo trabajó. Nada regalaba el toro.
La plaza se cerró algo más de un año después de la prohibición. Que queden tranquilos en su descaro. Con aquel puñetero botón una mañana de julio, de traje y corbata, erradicaron la Fiesta de su región. Y al día siguiente blindaron los correbous. Que el toro de fuego no les hunda los votos. Negada la Fiesta. Prohibida y ya hoy en la clandestinidad, Barcelona es un lugar peor. El nacionalismo se ha cobrado un alto peaje robando la libertad.
La marea taurina
Al término del festejo, el guión se repitió de nuevo. El público volvió a arropar a sus toreros y se lanzó al ruedo para llevar a Juan Mora, José Tomás y Serafín Marín, su torero, su paisano, en volandas. Las calles volvieron a ser un hervidero de gente, una marea humana entre gritos de «Libertad» y «Vivas a España». Los toreros, senyera en mano, y muchos de los aficionados portando sus pancartas camino del hotel de los toreros. De nuevo, la Fiesta paralizó Barcelona.
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