Opinión
Atónitos, pero no resignados
Que el Parlamento pueda pedir responsabilidad a los jueces es una subversión sin precedentes del Poder Judicial
Hasta las últimas elecciones generales, un amplio consenso, en el que convergían todas las fuerzas parlamentarias, excepto las minoritarias separatistas o independentistas, mantenía los compromisos básicos que la Nación, como expresión política soberana del pueblo español, se dio a sí misma en la Constitución aprobada por amplísima mayoría en diciembre de 1978. Aunque algunas decisiones se demoraron, sin embargo, dos cuestiones primordiales quedaron asentadas: la primera, que sólo existe una nación, la española, en la que reside el Poder Constituyente, por encima de otras entidades a las que se denomina, precisamente para diferenciarlas de la nación, nacionalidades o comunidades autónomas, conformadoras de un Estado integral; y la segunda, que los derechos de los ciudadanos, cualquiera que sea su residencia, lugar de nacimiento o lengua, nacen de la Constitución y no de la historia.
Desde el mes de julio estos elementales principios son cuestionados por el postulante a la presidencia del Gobierno, por el grupo que lo apoya y por el conjunto de partidos separatistas. Este cuestionamiento transciende, no obstante, la mera coyuntura. Precisamente, por su vocación de permanencia, para reconocer fuera de contexto los medievales derechos históricos con sus privilegios, así como la cualidad nacional de algunas comunidades, deviene ineludible romper la arquitectura constitucional de España, quebrar el Estado de derecho.
Todos somos conscientes de que el Poder Judicial constituye la primera garantía del Estado de derecho, de las libertades de los ciudadanos y del sometimiento de todas las autoridades al ordenamiento jurídico. Por eso se hace imperioso debilitarlo. Y observamos atónitos, pero no resignados, cómo desde hace algún tiempo y acentuadamente en los últimos meses se minan las bases del Poder Judicial diferenciado e independiente.
Ante la incapacidad de las Cortes Generales de proceder a la renovación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial como consecuencia de una legislación de baja calidad y ajena a las exigencias de la Unión Europea, como ha reiterado tanto el Tribunal de Justicia como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se procede, sin más, a suspender la plena vigencia de la Constitución. Así, la facultad nuclear del Consejo, prevista en la Constitución y consistente en mantener la integridad de los tribunales mediante los pertinentes nombramientos para facilitar la prestación de la tutela judicial efectiva, no se puede ejercitar.
El principal condenado por el Tribunal Supremo en la causa contra el «procés» –causa ejemplar con luz y taquígrafos– afirmó falazmente en el juicio oral: «Votar no es delito, pero impedir una votación sí lo es». Como si un referéndum al margen del pueblo soberano para alumbrar un Estado independiente con forma de república no rompiera la convivencia.
Pues bien, el discurso de los condenados –por un tribunal absolutamente respetuoso con las más exigentes garantías de un juicio justo–, ese mendaz discurso, se ha convertido en el oficial de algunas instituciones del Estado, con el silencio de muchos políticos en activo –en el Senado, en el Congreso, al frente de algunas comunidades– a quienes creíamos defensores de nuestras libertades.
Por eso, para lavar a los delincuentes, se empieza reformando el Código Penal publicitado en su día, por un Ejecutivo del que formaba parte una actual ministra y juez, como el Código Penal de la democracia; se arruinan todas las resoluciones del Tribunal Constitucional dictadas con ocasión del Estatuto catalán y del ulterior proceso divisivo; se conceden indultos; se acuerdan amnistías; se reconoce el estatus de nación a algunas comunidades; y se termina, por ahora, con una palmaria quiebra del principio de separación de poderes y con un cuestionamiento pleno de la democracia española, pactando con un prófugo que los jueces, al modo de las dictaduras, han actuado autoritariamente, con intencionalidad espuria, como si no hubieran aplicado normas emanadas de un Parlamento elegido por votación libre y secreta y no lo hubieran hecho a través de un juicio justo.
En consecuencia, y de momento, se prevé que partidos políticos en el Parlamento puedan pedir responsabilidad a los jueces por las sentencias relacionadas con estos asuntos: se somete la Justicia al arbitrio del Poder Político, de modo que los jueces ya no puedan servir de contrapeso. ¿Y para qué? Todas estas concesiones y vulneraciones son inútiles: «Ho tornarem a fer»!
Nada de particular tiene entonces que jueces y abogados, entre otros estamentos e instituciones, como el CGPJ, hayan multiplicado sus declaraciones de rechazo frontal a esta subversión sin precedentes del Poder Judicial que abole el Estado de Derecho.
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