“En tierra extraña”: La resurrección de la copla ★★★★☆
Libreto y dirección: Juan Carlos Rubio. Dirección musical: Julio Awad. Interpretación: Diana Navarro, Alejandro Vera y Avelino Piedad. Teatro Español, Madrid. Hasta el 2 de enero.
Amigo de Federico García Lorca, y al mismo tiempo compositor −junto a Valverde y Quiroga− de muchos de los grandes éxitos de Concha Piquer, el poeta y músico Rafael de León se convierte en el oportuno nexo que ha empleado Juan Carlos Rubio en la dramaturgia de En tierra extraña para imaginar un encuentro ficticio entre la gran diva de la copla y el autor del Romancero gitano.
Citado por la Piquer, y persuadido por De León para que no falte a esa cita, Lorca irrumpe en el teatro durante un ensayo de ambos, allá por los albores de la Guerra Civil. La razón por la que la famosa cantante quiere hablar con él es sencilla: le gustaría que el poeta granadino escribiese una canción para ella.
Este es el punto de partida argumental de una estupenda obra musical con solo tres actores y un simple piano de pared –gran trabajo en la dirección musical de Julio Awad− que se erige sobre el escenario como un bonito, necesario y sincero canto a la reconciliación de las dos Españas; un canto que además sirve para poner en valor el legado de tres grandes artistas y rendir un abierto homenaje al mundo de la copla.
La popular cantante Diana Navarro, en el papel de Concha Piquer, no ha podido debutar en el teatro de mejor manera. Puede que el espectador más entendido advierta en ella algunas carencias, lógicas, en el plano dramático; pero quedarán más que compensadas por su increíble talento lírico y por un genio sobre el escenario absolutamente arrollador, apabullante, incontestable. Por si fuera poco, está acompañada de otros dos fuera de serie: aglutinando a la perfección lo teatral y lo musical, Avelino Piedad, como Rafael de León, y Alejandro Vera, en la piel de García Lorca, dan una auténtica lección de polivalencia interpretativa que está al alcance de muy pocos actores en este género.
Acostumbrado como está uno a la insustancialidad y la reiteración de prácticamente todos los libretos de musicales que se importan y se exhiben en los grandes teatros comerciales, es desde luego una gratísima sorpresa toparse con un espectáculo en el que se cuentan cosas con cierta enjundia y se cuentan bien. Y, para colmo, es un espectáculo genuinamente nuestro, relacionado con nuestra historia, con nuestra realidad.
Es obvio que esto no es un drama de gran complejidad con personajes extraordinariamente ricos capaz de remover las conciencias y convicciones de los espectadores; pero es que no puede serlo, ni lo pretende. Al fin y al cabo, el género musical tiene sus propios objetivos y, por ello, sus propias limitaciones. Uno de esos objetivos es que la trama discurra siempre ligera para dejar que sean los números musicales los que sacudan al espectador de manera primaria. Dicho de otro modo, hay que sacrificar lo intelectual en favor de lo sensorial; por eso son espectáculos que atraen a tantísimo público: simplemente, son muy fáciles de digerir.
Lo que pasa es que aquí el Juan Carlos Rubio ha tenido el pulso bien firme para no sacrificar más de la cuenta, para no filtrar más de lo debido el poso dramático al tratar de aligerar la trama. Es verdad que los chistes y chascarrillos, tan socorridos para todos los autores de libretos, se suceden con la misma continuidad que en otras obras de similar naturaleza; sin embargo, aquí al menos están de verdad imbricados en la historia de fondo.