Autoría: Éric Bernier, Gérard Bibeau, Normand Bissonnette, Rebecca Blankenship, Marie Brassard, Anne-Marie Cadieux, Normand Daneau, Richard Fréchette, Marie Gignac, Patrick Goyette, Robert Lepage, Macha Limonchik, Ghislaine Vincent. Dirección: Robert Lepage. Reparto: Rebecca Blankenship, Lorraine Côté, Christian Essiambre, Richard Fréchette, Tetsuya Kudaka, Myriam Leblanc, Umihiko Miya, Audrée Southière, Philippe Thibault-Denis, Donna Yamamoto. Festival de Otoño. Teatros del Canal (Sala Roja), Madrid. Hasta el 23 de noviembre.
Resulta curioso ver cómo en los últimos tiempos la megalomanía y el postureo han ido saltando del escenario al patio de butacas para terminar campando ya definitivamente a sus anchas por toda la sala.
Cada vez que se anuncia la llegada a España de un artista extranjero de renombre internacional con una propuesta de duración desorbitada, encuentras a un grupo cada vez más numeroso de espectadores extasiados solo de pensar que podrán dedicar un día completo de su vida a tragarse lo que sea que venga con la firma del artista en cuestión. “No es ningún problema que dure un día -dicen en su místico arrebato-, se trata de vivir la experiencia”. Y, claro, algunos como yo, carentes de ese fervor mesiánico, nos quedamos ojipláticos ante tal identificación de una obra de teatro que aún no han visto con el propio objeto de la vida; o, lo que es lo mismo, ante la identificación del arte con la religión. En fin, que vamos para atrás como los cangrejos. Yo
voy al teatro a intentar disfrutar de una obra que me emocione y me haga pensar, no a tener experiencias vitales. Las experiencias se tienen fuera del teatro, que es donde está la vida real. Lo que hace el teatro es, precisamente, tratar de reflejar siquiera una mínima porción de esa vida.
A lo mejor soy un hereje, pero no encuentro ningún placer, a priori, en estar viendo una obra, por muy buena que sea, y esta lo es, durante siete horas –que es lo que dura 'The Seven Streams of the River Ōta' con descansos incluidos–, como tampoco lo encontraría, a priori, en estar siete horas viendo cuadros geniales dentro del Museo del Prado o escuchando a una maravillosa orquesta sinfónica en un auditorio. Las siete horas, para cualquier persona que no acuda a una sala como quien va a la parroquia a reafirmase en su fe, son lisa y llanamente un problema, no un aliciente.
Y ese es, por tanto, el gran escollo, y diría que casi el único, que presenta
este formidable montaje que el prestigioso Robert Lepage ideó en 1994 y que ha traído ahora por primera vez a nuestro país. La función, poblada de personajes muy diferentes que de algún modo u otro están conectados, se divide en siete actos –los siete afluentes a los que el título alude– con sendas historias que se desarrollan en distintos momentos a lo largo de 50 años y que guardan relación, de manera directa o indirecta, con Hiroshima. Los puntos de partida argumentales son los siguientes: el encuentro en 1945, en la mencionada ciudad japonesa, de un fotógrafo del ejército estadounidense que está documentando el horror de la explosión atómica con una niña ciega y su madre desfigurada; la vida de una joven en el campo de concentración de Theresienstadt; la relación entre los inquilinos de en una pensión neoyorquina en los años 60; el contagio del sida de uno de ellos tiempo después en Ámsterdam, donde ha convocado a su familiares y amigos para despedirse de ellos; la representación teatral de una compañía quebequés, en Osaka, en 1970; las entrevistas de una periodista 25 años después del estallido de la bomba nuclear; y la visita a Hiroshima de un joven bailarín que quiere iniciarse en la danza japonesa.
La obra, de naturaleza muy cinematográfica por su enorme expansión narrativa en el tiempo y en el espacio, con tramas que pueden demorarse en converger y que pocas veces se simultanean sobre el escenario, es un verdadero prodigio desde el punto de vista formal y técnico. El minucioso trabajo de Carl Fillion y Ariane Sauvé en la escenografía es sencillamente para quitarse el sombrero, tanto por su vistosidad como por su eficacia, dos cualidades que no siempre van de la mano: las puertas de la hermosa y protagónica casa japonesa donde transcurre la acción de la primera y de la última historia –una casa que simboliza de manera poética todo lo que se cuenta en la obra– se van abriendo y cerrando a lo largo del espectáculo para transformar el interior –sin modificar la propia arquitectura escénica– en otros lugares radicalmente distintos donde han de desarrollarse las otras historias. Tan extraordinarios como la escenografía son la iluminación de Sonoyo Nishikawa y el espacio sonoro de Michel F. Côté, diseñados con milimétrica precisión y buen gusto para dotar algunos momentos de una belleza sensorial casi mágica.
Representada con muy buenos actores, la obra discurre a ritmo pausado en una concatenación de escenas preciosas que, no obstante, se alargan en muchos casos más de la cuenta, o se repiten prácticamente calcadas sin ninguna necesidad. Pero a su término se revela, eso sí, como una inteligente, profunda y conmovedora reflexión acerca de cómo se construye la historia de la humanidad, de cómo esta no es sino una interminable sucesión de sueños que se reanudan a partir de los restos de otros sueños anteriores que se vieron tristemente interrumpidos. Casi siempre por nuestra propia culpa.
Lo mejor: La obra es inteligente, honda y entrañable en su contenido e impecable desde el punto de vista formal.
Lo peor: Si durase tres horas menos, lejos de perder algo, la función ganaría en contundencia, empaque y belleza.