William Graves espera en la recepción de un hotel. Está sentado en un sillón. Hace calor, pero viste una camisa clara y un jersey beige, y, al hablar desprende el vivo entusiasmo de esos hombres que han saldado deudas con la vida y viven en paz con ella. Sus ojos son glaucos y redondos y se iluminan al traer al presente días del pasado. Todavía recuerda una anécdota de su padre. «Cuando nos bañaba nos hacía tocar un diminuto fragmento de piedra que todavía conservaba bajo la piel.
Era un pedacito de granito que se había desprendido de una piedra cuando un obús explotó y voló por los aires las sepulturas de un cementerio. Se le había incrustado en el cuerpo y todavía lo conservaba». El 20 de julio de 1916 no fue un gran día para el escritor
Robert Graves. Participaba en la
Batalla del Somme. Con apenas 21 años ya disfrutaba del grado de capitán. No era una excepción. Era lo corriente. Lo normal es que, en un periodo de seis semanas, un soldado de infantería de la
Primera Guerra Mundial ya hubiera sido herido o que estuviera muerto. Ese era el plazo de tiempo. Los oficiales caían tan rápido como la tropa y aquel aspirante a escritor se encontró de repente con galones de mando en el uniforme a una edad que no le correspondía. «
Eran niños los que luchaban en las trincheras», señala su hijo.
El joven Robert Graves ya había sido herido en un dedo en la Batalla de Loos, pero la suerte no le acompañó en aquella fatídica retirada y mientras pasaba al lado de la iglesia de Bzentin-le-petit, una bomba cayó a su espalda y un trozo de metralla lo atravesó desde atrás hacia adelante, perforándole un pulmón, mientras, por delante, recibía el impacto de esa lasca que ya permanecería con él el resto de su vida. «Estuvo quince meses en las trincheras. Aquí es donde él fue herido de gravedad cuando estaban retrocediendo. Ellos estaban en un valle y los alemanes tenían una posición ventajosa. Él era responsable de un batallón cuando comenzaron a caer proyectiles de ocho pulgadas. Lo dieron por muerto. De hecho, tardaron un día en darse cuenta de que todavía respiraba. Entonces lo recogieron y se lo llevaron a al hospital de campaña. Desde ahí lo trasladaron a Ruan en tren. Lo movían en camilla porque apenas podían moverlo. A mis padres, de hecho, les notificaron su fallecimiento, pero él les pudo decir enseguida que continuaba con vida».
Robert Graves volcó todas estas vivencias en un libro que supuso un verdadero aldabonazo en el mundo literario y en la tradicionalista sociedad británica. Cuando frisaba los 33 inviernos, y se encontraba hundido en una crisis, en medio de un momento de enorme fragilidad anímica, decidió zanjar con el ayer y publicó un volumen de memorias, que está considerado en Gran Bretaña como una de las cien mejores, que tituló «Adiós a todo aquello». Una obra que recupera Alianza en una nueva traducción de Alejandro Pradera.
"Robert Graves no era un rebelde, solamente no le gustaba mentir"William Graves
Estas páginas suponían un punto y aparte y daba cuenta de que no existían héroes en las contiendas bélicas y que el patriotismo perdía todo su sentido cuando uno estaba sentado en el fondo de las trincheras. «No había patriotismo en las trincheras. Se trataba de un sentimiento demasiado remoto y era rechazado por considerarlo solo adecuado para civiles». En la obra da cuenta de cómo un tercio de los compañeros de colegio que le acompañaron acabó muerto y otro tercio, herido. La fotografía donde él posa junto a sus amigos es la prueba de lo que significó la confrontación de 1914. «Al acabar no estaba bien. Padecía neurosis de guerra. Quedó muy tocado. Padecía pesadillas y no podía apenas dormir. Fue bastante duro para él. El promedio de vida en las trincheras era muy breve. Pero, sin embargo, él siempre estuvo muy unido a su regimiento. Cuando había comida de veteranos, ya en los sesenta, y le invitaban, asistía. Siempre tuvo mucho afecto a sus compañeros».
Sin embargo, la lectura de este libro levantó ampollas. «Cuando describe la batalla, es un caos, parece que no hay orden en su escritura. Pero lo hizo aposta. Era así. Unos aparecían, por un lado, se iban por otro. Nunca se sabía lo que estaba ocurriendo». Pero la controversia que lo rodeó no procedía solo por la visión descarnada y desencantada que daba del frente, sino porque también contó las barbaridades que los ejércitos cometen: violaciones, ejecuciones, asesinatos de prisioneros en retaguardia, abusos de todo tipo, los bombardeos indiscriminados contra civiles... Aquí no hay nada de heroísmo. «No es que fuera un rebelde, es que no le gustaba contar mentiras. Fue sincero. Cuando iba a Londres se daba cuenta de que lo que ocurría en los campos de batalla estaba muy lejos de allí. Había familias afectadas por los hijos que combatían, pero a otros muchos no les incumbía». Para que les importara, Graves entregó a las imprentas un manuscrito que no dejó a nadie indiferente. Una obra donde también denunciaba el homoerotismo de los internados británicos y los sentimientos que prevalecían hacia el otro sexo en esos centros.
Lo que sucedía es que Robert Graves pertenecía a otra generación distinta. A unos hombres y mujeres que cuestionaban los valores dominantes y que traían consigo otros distintos, como el pacifismo, una mayor relajación en las relaciones y un desencanto hacia la religión. Pero la guerra no fue algo solo puntual en su vida. Cuando años más tarde estalló la Segunda Guerra Mundial, también le afectó. «Ahí perdió a su hijo David. En Birmania, contra los japoneses, en 1943. Durante muchos días no supo si estaba vivo o muerto. Lo único que le había notificado era una palabra: “Missing”. Más adelante, un amigo de mi hermana hizo una fotografía de la tumba. Hay allí un cementerio de británicos», comenta William. La otra decisión que Robert Graves tomó en este tiempo fue retirar los poemas que escribió inspirándose en sus experiencias bélicas. Poco a poco los fue quitando de la disposición pública. El argumento era que a él no le parecían suficientemente antibelicistas. La guerra lo marcó. En su juventud despuntó como un gran montañero. Uno de sus profesores de lengua inglesa era nada menos que el escalador George Mallory, que todavía está pendiente de conocerse si fue el primer hombre en alcanzar la cima del Everest. «Él lo introdujo en el alpinismo junto a unos profesionales. Era muy bueno y tenía un enorme sentido del equilibro. Es cierto que, debido a la guerra, no quiso arriesgarse en expediciones en montaña, pero nunca dejó de practicarlo. En Deià, Mallorca, donde se fue a vivir, se bañaba y solía trepar por las paredes de piedra que hay en la costa». William enseña una imagen que todavía conserva de él. El novelista, en bañador, con el pelo blanco y seis décadas a la espalda, aparece trepando en un áspero acantilado de piedra. En la isla española, Robert Graves disfrutó de un breve paraíso que perduró hasta finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Disfrutaría aquí de la fama que le iban dando sus novelas históricas. «Yo, Claudio», la más célebre; «Los mitos griegos», el más vendido hoy junto a «La diosa blanca», «El conde Belisario», una propuesta inédita porque, por entonces, habían sido muy pocos los que se habían atrevido a escribir desde un plano literario sobre Bizancio. «Poseía una memoria tremenda. Su abuelo, que fue historiador, Leopold von Ranke, tenía la convicción de que cuando escribías historia tenías que contar la verdad, lo real. Robert Graves siguió esa idea. Además, tenía una biblioteca estupenda y era muy minucioso en su trabajo. Cuando no encontraba un dato escribía a sus amigos historiadores, que eran muchos, o, como sucedió en una ocasión, acudió a su hermano. Este, una vez, tuvo que ir a una parte de Inglaterra para descubrir el camino que siguieron los romanos cuando entraron en la isla siguiendo las órdenes del emperador Claudio».
Robert Graves, que estuvo de candidato al Nobel -junto a Lawrence Durrell, aunque la partida se la llevó al final John Steinbeck- «se levantaba temprano a escribir. Lo hacía hasta la una y si tenía algo que rematar lo hacía por la tarde. Daba preferencia a la poesía. De hecho, tomaba notas sobre ella. Apenas lo veíamos porque siempre estaba trabajando. Luego también escribía cartas. Tiene un epistolario de unas 10.000 misivas», comenta William Graves, que ahora está concentrado en su transcripción. Lleva 3.000 y, aunque se pueden consultar «online» no hay publicada ninguna antología de momento de este legado.
Camilo José Cela y Robert Graves
Los dos escritores vivieron en Mallorca y los dos se conocían. Coincidieron cuando el novelista español inició las conversaciones de Formentor. En ese momento se puso en contacto con el inglés y le pidió que asistiera. No solo por méritos de su talento literario, sino también porque la presencia de autores extranjeros (asistieron más) permitía proteger a los españoles que venían de fuera y que podían ser arrestados en la dictadura. Mientras hubiera creadores extranjeros, la policía franquista se cuidaría mucho de dar una mala imagen y de proceder al arresto de un autor que discordante con el régimen. Esto hizo que este pequeño hotel en un extremo de la isla se convirtiera en un cenáculo reservado para grandes editores, intelectuales y escritores de toda ideología y relevancia.